03 agosto, 2009

Poesía y delito: Sade

Sade: La orgía de los sentidos y la creación

Por Leo Castillo

 
 

El príncipe de los libertinos, Donatien-Alphonse François, marquis de Sade, seigneur de La Coste et de Saumane, coseigneur de Mazan, lieutenant général aux provinces de Bresse, Bugey, Valmorey et Gex, Mestre de camp cavalerie, consumiría treinta de sus años en la cárcel, describiendo una romería difícil de emular, que inicia a los veintitrés de edad, cinco meses después de su ventajoso matrimonio el 17 de mayo de 1763 con Renée-Pelagie Cordier de Lunay de Montreuil (tendrían dos niños y una niña.) Fueron quince los días de este primer arresto en el torreón de Vicennes, pero nada avala la presunción de que sean sus primeros desmanes la causa. Todo parece indicar que desde el internado en Harcourt, como pupilo de los jesuitas, se inicia en la sodomía y el recurso de la violencia aplicada a los placeres sensuales. Se afirma que, adolescente, afinaba la puntería disparando a los obreros desde los tejados.

Luego de Vicennes, y siempre pagando “delitos sexuales”, orgías y crímenes como las del convento benedictino Saint-Marie-des-Bois (véase más abajo fragmentos de Justine), Sade estuvo sucesivamente encarcelado en Saumur, Pierre-Encise; condenado a la pena capital por el parlamento de Provence y ejecutado simbólicamente en la Place de Précheurs en Aix el 12 de septiembre de 1772; refugiado en Chambéry en octubre, es arrestado por disposición del rey de Sardaigne el 8 de diciembre, acatando una demanda de la presidenta de Montreuil, suegra del marqués, y recluido en la fortaleza de Miolans, de donde se fuga el primero de mayo del año siguiente; escándalos durante su estada en La Coste; recluido de nuevo en Vicennes (febrero de 1777) gracias a una lettre de cachet obtenida por su suegra; en junio del 78, transferido a Aix-en-Provence, se lo libera por inconsistencias en el proceso que se le sigue por envenenamiento de una prostituta a quien había hecho ingerir una importante dosis del afrodisíaco anís de cantárida, pero aún pesa la lettre de cachet, de modo que es conducido fuera de Aix escoltado por la policía, bien que consigue escapar y se esconde en La Coste, donde es de nuevo arrestado el 26 de agosto de este año, para ser traído de nuevo a Vicennes, donde permanecerá preso durante seis años (8 de septiembre de 1778 - 29 de febrero de 1784.)

En 1789, pocos días antes del célebre 14 de julio, armado de una varilla de hierro azota los ventanales de su celda y arenga a los ciudadanos, gritando que los reclusos están siendo degollados por los guardias, de modo que es trasladado al convento Charenton-Saint-Maurice; tras la toma de la Bastilla, es liberado el 2 de abril de 1790 según una resolución que deroga las lettres de cachet; en buenas migas con la Revolución, se desempeña como secretario de cierta sección administrativa, de que llega a ser presidente; en agosto de 1793 se niega a votar una moción sobre la pena de muerte, pues el famoso pervertido, responsable de la infernal belleza salpicada de sangre de su obra y aun su vida, está horrorizado ante la idea del frío ajusticiamiento por la guillotina, de modo que acusado de morigerar en el cargo, es destituido, señalado su escrúplo como traición a la Revolución, es arrestado el 5 de diciembre de 1793; prisión en los claustros de Madelonettes, Carmes, Saint-Lazare y Picpus; su nombre figura en el acta de sentenciados a la guillotina de Fouquier-Tinville (8 thermidor), mas el ujier del Tribunal revolucionario no logra localizarlo entre los reclusos en las diferentes prisiones, se salva así milagrosamente de que le corten el pescuezo; vuelve a quedar en libertad el 13 de octubre de 1794; arrestado el 6 de marzo de 1801, como autor de las escandalosas novelas Justine y Juliette, en Sainte-Pélagie y Bicêtre; finalmente, Charenton, donde, merced a la aquiescencia de de Coulmier, director del centro, el otrora marqués de Sade, hasta 1808 organiza con los locos internos representaciones teatrales a las que asiste lo más granado de la sociedad parisiense. Murió el 6 de diciembre de 1814. Ningún nombre fue escrito en la lápida de su tumba. Alguien ha dicho que Sade fue apresado bajo todos los regímenes que le tocó en suerte vivir. A propósito, un supuesto epitafío de su autoría reza:

El despotismo, con su horrible mueca
en todo momento le hizo la guerra.
Bajo los reyes, ese monstruo odioso
se apoderó de su vida entera;
bajo el Terror reaparece
y pone a Sade al borde del abismo;
bajo el Consulado revive:
Sade vuelve a ser la víctima.

En diversas ocasiones Sade se libró de la cárcel mediante indultos concedidos por el rey, bien que en cierta ocasión Luis XV le responda: "Señor, el perdón que me pedís se lo debo a vuestro rango y a vuestra calidad de príncipe de la sangre, pero lo concedería más de buen grado al hombre que os hiciese lo mismo".
Permítaseme transcribir aquí la que, presumiblemente, es la única descripción de la persona del marqués que hemos conservado:

"A mi izquierda se sentó un anciano de cabeza baja y mirada de fuego. La cabellera blanca que le coronaba prestaba a su rostro un aire venerable que imponía respeto. Me habló varias veces con una elocuencia tan calurosa y una inteligencia tan variada que me inspiró mucha simpatía. Cuando nos levantamos de la mesa, pregunté a mi vecino de la derecha el nombre de este cordial caballero y me respondió que era el marqués de S***. Al oírlo me alejé de él con tanto terror como si me hubiera mordido la serpiente más venenosa. Sabía que este detestable anciano era el autor de una novela monstruosa en que estaban publicados todos los delirios del crimen en nombre del amor. Había leído este libro infame, que me había dejado la misma impresión de repugnancia producida por una ejecución en la place de Grève, pero ignoraba que un día vería a su creador admitido a la mesa del director de una institución pública."

La orgía de la creación literaria: “De una fecundidad poco común, Sade ha escrito doce novelas, extensas en su mayoría, sesenta cuentos, veinte obras de teatro, amén de numerosos opúsculos. Alrededor de una cuarta parte de sus manuscritos fue destruida por la policía du Consulat et de l’Empire”(1). Realizada en buena parte en prisión, la obra del marqués de Sade es de una profundidad filosófica, de una belleza poética y una complejidad sicológica que colocan al autor entre los más grandes de los grandes en la historia de la literatura y aun del pensamiento universal. Por su feroz defensa a ultranza de la libertad (del libertinaje si se quiere), Sade escribió contra todos los regímenes, contra toda mordaza, contra toda policía y en fin toda autoridad o imposición familiar, estatal, social, moral o religiosa. Su ariete acomete con formidables arrestos contra el dogma cristiano y las leyes o costumbres de su país, blancos predilectos de sus irresistibles embates. Sostenidos por un dominio absoluto de la lengua, una perfección formal y una cultura de una solidez excepcional, sus períodos se desgranan como una melodía serena que sin embargo conducen la ardiente lava de un volcán en arrasadora actividad. Los banquetes de los sentidos a que se libró, son casi juegos de niño ante el escándalo y la revuelta conceptual de sus propuestas. Paradójicamente, no es una obra de tan descarada obscenidad como La filosofía en el tocador con mucho, lo más peligroso de su extensa producción. El asolador discurso misógino de Gernande es mucho más mortificante; los rotundos golpes de este demoledor del cristianismo; la exposición de despiadadas orgías de los monjes en el convento benedictino de Saint-Marie-des-Bois; las disquisiciones de una “lógica infernal” que justifica el asesinato de niños o el incesto así como otras intrépidas incidencias o indecencias en Justine (expuestas con increíbles eufemismos: así, llama "altares de Cipris" a la vagina, "antro oscuro" al ano, al semen "incienso") hacen de Sade el terrorista intelectual por antonomasia más perturbador de todos los tiempos. Su tío paterno, el abad Sade d’Ebreuil, historiador “sólido y elegante”, se encargó de la primera instrucción del marqués, autor de una biografía que le ha reportado juicios como “Por la abundancia de sus materiales y la amplitud de su visión, por la agudeza de sus reflexiones atinentes a la sicología individual o colectiva, por las tonalidades tenebrosas e inquietantes con que exhibe el cuadro de crímenes de la reina, el autor de Isabelle de Bavière merece ocupar un lugar entre los mejores historiadores que precedieron el período romántico.”(2)
Stanislas Valois Aragon
Justine
(Fragmentos)
¿No dirán que la Virtud por hermosa que sea, se convierte, sin embargo, en el peor partido que se puede tomar cuando se halla demasiado débil contra el vicio y que en un siglo completamente corrompido lo más seguro es hacer como los demás?

(…) que era posible hallar en una misma sensaciones físicas de suficiente aguda voluptuosidad para ahogar todas las nociones morales cuyo choque pudiera ser doloroso; que era tanto más esencial poner en práctica ese procedimiento por cuanto la sabiduría verdadera consistía muchísimo más en duplicar la suma de placeres que en multiplicar la de sus penas y que no había nada, a fin de cuentas, que no debiera hacer para debilitar en ella su sensibilidad, de la cual se aprovecharían los demás, mientras que a ella únicamente le reportaría sinsabores.

(…) ─ Bueno, no tienes más que quedarte aquí, prestar atención a mis consejos, disponer de un gran fondo de complacencia y de sumisión para mis prácticas, ser limpia y ahorradora, sincera conmigo, amable con tus compañeras, tramposa con los hombres, y antes de diez años te encontrarás en situación de retirarte en un tercer piso, con una cómoda, un gran espejo y una criada; y el arte que habrás adquirido en mi casa te procurará el resto.

(…) siente que, nacida para el crimen, por lo menos debe llegar a cometerlo en grande y renunciar a languidecer en un estado subalterno que, haciéndole cometer las mismas faltas, envileciéndola igualmente, no le reporta, ni mucho menos, el mismo beneficio.

(…) Lo que menos halaga a los hombres, de lo que menos caso hacen, lo que desprecian más soberanamente, es la sensatez en las personas de su sexo; en esta tierra, hija mía, sólo se estima aquello que da beneficio o deleite. ¿Y qué provecho podemos sacar de la virtud de la mujer? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten.

(…) Los bastardos, los huérfanos, los niños mal formados deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento.

(…)Tras haberme endilgado un largo discurso sobre lo inofensivo del robo, y hasta sobre su utilidad en el mundo, puesto que restablece en él una especie de equilibrio perdido a causa de la desigualdad de las riquezas; sobre la rareza de los castigos, ya que, como está probado, de cada veinte ladrones sólo se agarra un par; tras haberme demostrado, con una erudición de la que no creía capaz el señor De Harpin, que el robo era un honor en Grecia, que varias naciones todavía lo aceptan, lo fomentan y lo recompensan como una acción audaz que demuestra a la vez valor y destreza (dos virtudes esenciales en toda nación guerrera).

(…) El proceso de una infeliz sin valimiento ni protección está pronto hecho en un país donde se cree que la virtud es incompatible con la miseria, donde el infortunio es una prueba completa contra el acusado.

(…) la suerte de los demás no nos incumbe cuando está en juego la nuestra.

(…) Créeme, deja tranquila la justicia de Dios, sus castigos o sus recompensas futuras y otras necedades por el estilo que sólo sirven para hacernos morir de hambre. ¡Oh, Teresa!, la dureza de los ricos justifica la mala conducta de los pobres; que su bolsa se abra a nuestras necesidades, que la humanidad reine en sus corazones, y entonces las virtudes podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra paciencia en soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre sólo sirvan para aumentar nuestras cadenas, nuestros crímenes serán obra de ellos, y seríamos muy necios de no emplearlos como un medio, cuando pueden hacer menos pesado el yugo que nos pone su crueldad. La Naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Teresa; si la suerte se complace en desbaratar ese primer plan de las leyes generales, nos corresponde a nosotros corregir los caprichos y reparar, mediante nuestras artimañas, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír a esa gente rica, a esos nobles, a esos magistrados, a esos sacerdotes; me gusta verlos predicar la virtud. Es muy fácil protegerse contra el robo, cuando se posee tres veces más de lo que se necesita para vivir; es fácil no pensar en el crimen cuando uno está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes nuestra voluntad es ley; es penoso, en verdad, ser parco y sobrio cuando a cada hora uno está rodeado de suculentos manjares; no les cuesta ser sinceros cuando el mentir no ofrece para ellos ningún interés… Pero a nosotros, Teresa, a quienes esa bárbara Providencia, a la que tú, en tu locura, has convertido en ídolo, nos ha condenado a arrastrarnos en la humillación como la serpiente se arrastra por la hierba; nosotros, los desgraciados porque somos débiles; nosotros cuyos labios sólo beben hiel y cuyos pies sólo pisan espinas, ¿quieres que prescindamos del crimen cuando su mano es la única que nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos protege y nos impide perderla? ¿Quieres que, perpetuamente sometidos y degradados, mientras que esa clase que nos domina cuenta con los favores de la fortuna, nos reservemos solamente la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso? ¡No, no, Teresa, no! O esa Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio, o bien no son ésos sus designios. Conócela mejor, hija mía, convéncete de que desde el momento en que nos coloca en una situación en que el mal se nos hace necesario, es que este mal sirve a sus leyes tanto como el bien, y ella gana con ambos.


(...) El tercero me hizo subir sobre dos sillas separadas, y sentándose él debajo, excitado por la Dubois, que se había colocado entre sus piernas,me hizo inclinar hasta que su boca se encontró situada perpendicularmente debajo del templo de la Naturaleza. No puede usted imaginarse, señora, lo que el obsceno mortal se atrevió a desear; me fue preciso, con ganas o sin ellas, satisfacer una necesidad menor... ¡Oh, justo cielo! ¡Qué depravación se requiere para que un hombre pueda encontrar placer en tales cosas! Hice lo que él quiso, lo inundé, y mi completa sumisión obtuvo de aquel infame una embriaguez que no hubiera sido lograda sin aquella infamia.

(…) Como usted sabe, querida, cerca de los altares de Cipris, hay un antro oscuro a donde van a retirarse los amores para seducirnos con más energía, tal será el altar donde quemaré mi incienso; allí, no hay ningún inconveniente, Teresa, si los embarazos la asustan; de esta manera no pueden ocurrir, su esbelta cintura no se deformará nunca; esas primicias que le son tan caras serán conservadas intactas, y sea cual fuere el uso que quiera hacer de ellas, podrá ofrecerlas puras. Nada puede delatar a una muchacha a ese respecto, por rudos y multiplicados que sean los ataques; una vez que la abeja ha libado el jugo, el cáliz de la rosa vuelve a cerrarse, y nadie puede imaginar que haya podido entreabrirse. Hay doncellas que han gozado de esta manera durante diez años, y hasta con varios hombres, y más tarde se casaron como si nunca hubieran tenido trato con varón. ¡Cuántos padres, cuántos hermanos han abusado así de sus hijas o de sus hermanas, sin que éstas se hayan vueltos por ello menos dignas de sacrificar después en los altares de Himeneo! ¡A cuántos confesores esta misma ruta no ha servido para satisfacer sus apetitos, sin que los padres sospechasen nada! En una palabra, es el asilo del misterio, es allí donde son atados los amores con los lazos de la prudencia… Hay que decir, además, Teresa, que si ese templo es el más secreto, es al mismo tiempo el más voluptuoso; sólo allá se encuentra lo que es necesario para la felicidad, y la holgura del vecino está lejos de valer los excitantes atractivos de un local al que sólo se llega con esfuerzo, donde el alojamiento es difícil; las mismas mujeres salen ganando de este modo y aquellas cuya razón las impulsa a conocer esta clase de placeres, nunca echan de menos los otros. Pruebe, Teresa, pruebe y ambos quedaremos satisfechos.

(…) Tal es la verdad que debe ahogar los remordimientos en el alma del tirano o del malhechor; que no se limite; que se entregue a todas las lesiones cuyas ideas nacen en él, es únicamente la voz de la Naturaleza que le sugiere esta idea; es la única manera en que ella nos convierte en agente de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos inclinan al mal es que el mal le es necesario, es que ella lo anhela, es que lo exige, es que no siendo completa la suma de los crímenes, no bastando a las leyes del equilibrio, únicas leyes por las cuales se gobierna, exige además éstas como complemento de peso; que no se asuste, pues, que no se detenga aquél cuya alma es llevada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que sienta el impulso de hacerlo; sólo resistiéndolo ultrajará a la Naturaleza.

(…) ¡Oh, hombre, sólo escuchas a tus pasiones!

(…) Es mediante trucos, brincos y retruécanos que el enviado de Dios se anuncia al Universo; es a la respetable sociedad de obreros, artesanos y mujeres de la vida alegre que el ministro del cielo se acerca para revelar su grandeza; es emborrachándose con unos y acostándose con las otras que el amigo de un Dios, Dios él mismo, viene para someter a sus leyes al pecador empedernido; el ganapán demuestra su misión inventando farsas que pueden satisfacer a su lujuria o a su gula; sea lo que fuere, tiene suerte; algunos tontos secuaces se unen a ese bribón; se forma una secta; los dogmas de esa canalla logran seducir a algunos judíos: esclavos de la fuerza romana abrazaban con alegría una religión que, librándolos de las cadenas, sólo los sujetaba al freno religioso. Su motivo se adivina, su indocilidad se descubre; los sediciosos son detenidos; su jefe perece; pero seguramente de una muerte demasiado dulce para su clase de crimen, y por un defecto imperdonable de reflexión se deja que los discípulos de ese palurdo se dispersen, en vez de degollarlos con él. El fanatismo se apodera de los espíritus, las mujeres gritan, locos se debaten, los imbéciles creen, y aquí tenemos que el más despreciable de los seres, el más torpe de los bribones, el más pesado impostor que nunca haya existido, es convertido en Dios, convertido en hijo de Dios e igual a su padre; todos sus sueños son consagrados, todas sus palabras son dogmas y sus patochadas devienen misterios. El seno de su fabuloso padre se abre para recibirlo, y ese Creador, sencillo en otro tiempo se hace triple para complacer a ese hijo digno de su grandeza.

(…) Cuando Julia ha regresado a su clase, Rodin se dirige a la de los muchachos, de donde regresa con un alumno de quince años, bello como el día; Rodin lo regaña, sin duda más a sus anchas con él, lo mima y lo besa en tanto lo sermonea.
─ Mereces ser castigado, y lo serás…─ le dice.
Tras estas palabras, franquea con aquel chiquillo todos los límites del pudor; pero ahora todo le interesa, nada queda excluido, los velos se levantan, todo se palpa indistintamente; Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta; sus dedos impíos tratan de suscitar en aquel muchacho las voluptuosidades que exige para él mismo.
─ Bueno ─le dice el sátiro, viendo su éxito─, hete aquí en el estado que te he prohibido… Apuesto que con dos movimientos más, todo caería sobre mí…
Demasiado seguro de las titilaciones que provoca, el libertino avanza para recoger el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso; sus manos excitan los chorros, los atraen, los devoran, él mismo está a punto de estallar pero quiere terminar.
─ ¡Ah, te voy a castigar por esa tontería!─ dice, levantándose.
Toma las dos manos del joven, las aprisiona, se ofrece entero al altar donde quiere sacrificar su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde, desaparece en él. Rodin ebrio de amor y de ferocidad, mezcla las expresiones y los sentimientos de ambos…
─ ¡Ah, bribonzuelo ─exclama─, es preciso que me vengue de la ilusión que me produces!
Rodin toma los vergajos, y fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus golpes son más fuertes y más numerosos; el niño llora, Rodin se extasía, pero nuevos placeres lo reclaman, desata al niño y vuela hacia otros sacrificios. Una muchachita de trece años sustituye al muchacho, y a ésta otro alumno, y otro; Rodin azota a nueve, cinco muchachos y cuatro jovencitas; el último es un joven de catorce años, de una figura deliciosa; Rodin quiere gozar en él, el escolar se defiende, loco de lujuria lo azota y el infame fuera de sí lanza los chorros espumantes de su llama sobre las partes maltrechas del joven alumno, lo moja de las caderas a los talones. Nuestro corrector, furioso por no haberse contenido por lo menos hasta el fin, desata al muchacho con mal humor y lo manda a clase, asegurándole que no perderá nada con ello.

“(…) Pero los tontos os dicen: el mal no proporciona felicidad; no, cuando se ha convenido en adorar al bien; pero despreciad, envileced lo que llamáis el bien, y sólo adoraréis lo que por tontería habíais llamado el mal; y todos los hombres tendrán el placer de cometerlo, no porque será permitido (esto sería una razón para que atrajera menos), sino porque no lo castigarán las leyes, las cuales, por el temor que inspiran, disminuyen el placer que la Naturaleza ha colocado en el crimen. Vamos a suponer una sociedad en la que se haya convenido que el incesto (admitamos este delito como otro cualquiera), el incesto, digo, sea un crimen; quienes se entreguen a él serán desgraciados, porque la opinión, las leyes, el culto, todo servirá para helar sus placeres; los que desean cometer este mal, y no se atrevan a causa de sus frenos serán igualmente desgraciados; así pues, comprenderás perfectamente que la ley que proscriba el incesto solo habrá hecho desgraciados.
“En una sociedad donde el incesto no sea considerado como un crimen, quienes no deseen cometerlo no serán desgraciados, y los que lo deseen serán felices. Por lo tanto, la sociedad que haya permitido esta acción convendrá mejor a los hombres que aquélla que haya erigido esta misma acción en crimen; (…) y sucede lo mismo con todas las demás acciones torpemente consideradas como criminales; viéndolas desde este punto de vista, causan una multitud de desgraciados; permitiéndolas, nadie se queja, porque quien desea cometer tal acción se entregará a ella tranquilamente, y a quien no le importe, o permanecerá en una especie de indiferencia sin dolor, o se resarcirá del daño que haya podido recibir por una serie de daños con que abrumará a su vez a aquéllos de quienes ha tenido motivo de queja; por lo tanto, en una sociedad criminal, todo el mundo es feliz o bien vive en un estado de preocupación que no tiene nada de penoso; por consiguiente, en eso que se llama la virtud no se encuentra nada que sea bueno, respetable o susceptible de hacer feliz.

(…) Atribuyo la misma importancia (poco más o menos) a un poco de semen mío que fecunda que al que me agrada perder en mis placeres. Tanto caso hago del uno como del otro. Uno es dueño de volver a tomar lo que ha dado; nunca el derecho de disponer de los hijos fue discutido por ningún pueblo de la Tierra. Los persas, los medas, los armenios, los griegos, gozaban de tal derecho en toda su extensión. Las leyes de Licurgo, modelo de legisladores, no solamente dejaban a los padres todos los derechos sobre sus hijos, sino que condenaban a muerte a aquéllos a quienes los padres no querían alimentar o a aquéllos que habían nacido deformes. Una gran parte de los salvajes matan a sus hijos a poco de haber nacido. Casi todas las mujeres de Asia, África y América, se hacen abortar, sin que por ello incurran en reproches. Cook halló esta costumbre en todos los mares del Sur. Rómulo permitió el infanticidio; la ley de las doce tablas lo toleró también y hasta Constantino, los romanos abandonaban o mataban impunemente a sus hijos. Aristóteles aconseja este supuesto crimen; la secta de los estoicos lo consideraba como loable; está en uso todavía en China. Cada día se encuentran en las calles y en los canales de Pekín más de diez mil individuos inmolados o abandonados por sus padres y sea cual sea la edad de un niño, en este sabio imperio, un padre para desembarazarse de él sólo necesita ponerlo en manos de un juez. Según la ley de los partos un hombre podía matar a su hijo, a su hija o a su hermano, incluso hasta la edad núbil; César observó que esto era costumbre general entre los galos; varios pasajes del Pentateuco demuestran que estaba permitido matar a los hijos entre el pueblo elegido por Dios, y el mismo Dios, en fin, lo exigió a Abraham.

“(…) ¡Un monarca puede creerse autorizado a sacrificar veinte o treinta mil de sus súbditos en un solo día por su propia causa, y un padre no puede, cuando lo juzga conveniente, ser dueño de la vida de sus hijos! ¡Qué! ¡Qué inconsecuencia y qué debilidad en aquéllos que están sujetos por tales cadenas! La autoridad del padre sobre sus hijos, la única real, la única que ha servido de base a todas las demás, nos es dictada por la voz de la Naturaleza misma, y el estudio reflexivo de sus operaciones nos ofrece ejemplo de ello en todo instante. El zar Pedro no dudaba de tal derecho; lo usó y dirigió una declaración pública a todos los poderes de su imperio, en la cual decía que según las leyes divinas y humanas, un padre tenía el derecho absoluto de sentenciar a muerte a sus hijos, sin apelación y sin consultar con nadie. Sólo en nuestra bárbara Francia existe una falsa y ridícula piedad que encadena a este derecho.

“No ─dijo Rodin─, no, amigo, nunca comprenderé que un padre que ha querido dar la vida no tenga la libertad de dar la muerte. Es el precio ridículo que concedemos a esta vida lo que nos hace continuamente desvariar sobre la clase de acción que impulsa a un hombre a librarse de su semejante. Creyendo que la existencia es el mayor de los bienes, nos imaginamos estúpidamente cometer un crimen haciendo desaparecer a los que gozan de ella; pero el cese de esta existencia, o su interrupción, no es un mal, del mismo modo que la vida no es un bien; o mejor dicho, si nada muere, si nada se destruye, si nada se pierde en la Naturaleza, si todas las partes descompuestas de un cuerpo cualquiera sólo esperan la disolución, para reaparecer de nuevo bajo formas nuevas, ¿qué importa un crimen y quién puede atreverse a hallar algún mal en ello?

Normas en el convento benedictino de Saint-Marie-des-Bois
“No estar levantadas por la mañana a la hora prescrita, treinta azotes (casi siempre somos castigadas con este suplicio; es muy natural que un episodio de los placeres de esos libertinos se convierta en su castigo preferido). Presentar a causa de un mal entendido o por lo que fuere, en el acto de los placeres, una parte del cuerpo en vez de la deseada, cincuenta azotes; ir mal vestida o mal peinada, veinte azotes; no haber avisado que una se encuentra en la menstruación, sesenta azotes; el día en que el cirujano constata que una ha quedado embarazada, cien azotes; negligencia, imposibilidad o rechazo de las proposiciones lujuriosas, doscientos azotes. ¡Y cuántas veces su infernal maldad nos encuentra en falta sobre eso, sin que tengamos la menor culpa! ¡Cuántas veces uno de ellos pide súbitamente lo que sabe bien se acaba de conceder a otros y no puede ser repetido en seguida! Es preciso sufrir la corrección; nuestras súplicas y quejas nunca son escuchadas; hay que obedecer o ser castigadas; falta de conducta en la habitación o desobediencia a la decana, sesenta azotes; llorar, mostrar pena o remordimientos, la más leve propensión a la religiosidad, doscientos golpes. Si un monje te escoge para gozar contigo la última crisis del placer y no puede lograrlo, sea por culpa de él, cosa que sucede a menudo, o por culpa tuya, trescientos azotes, inmediatamente; la más leve demostración de repugnancia ante las proposiciones de los monjes, sean éstas de la naturaleza que sean, doscientos azotes, un intento de fuga, una rebelión, nueve días de calabozo completamente desnuda, y trescientos azotes diarios; intrigas, malos consejos, chismes, en cuanto son descubiertos, trescientos azotes; proyectos de suicidio, negarse a comer como es debido, doscientos azotes; falta de respeto a los monjes, ciento ochenta azotes”.

(…) ¿Cómo puede entrar en la cabeza de un hombre razonable que la delicadeza tenga algún valor en el placer? (…) amar y gozar son dos cosas diferentes y la prueba de ello es que se ama todos los días sin gozar y que se goza sin amar.
(…) El sistema del amor al prójimo es una quimera que debemos al cristianismo, y no a la Naturaleza; el seguidor del Nazareno, atormentado, desgraciado y, por consiguiente, en un estado de debilidad que debía llamar a gritos a la tolerancia, a la Humanidad, tuvo necesariamente que establecer esa relación fabulosa entre un ser y otro ser; de este modo conservaba su vida.
(…)─ Bueno, el tigre, el leopardo, de quien ese hombre es, si quieres, la imagen, ¿no ha sido, como él, creado por la Naturaleza, y creado para cumplir las intenciones de ésta? El lobo que devora al cordero realiza los designios de esta madre común, como el malhechor que destruye el objeto de su venganza o de su lubricidad.
─ ¡Oh! Por más que diga, padre, nunca admitiré esta destructora lubricidad. ─ Porque teme ser víctima de ella, y esto es egoísmo.

(…) es como estos perversos escritores cuya corrupción es tan peligrosa y activa que, al publicar sus horribles sistemas, sólo tienen por objeto propagar más allá de sus vidas la suma de sus crímenes; no pueden ya cometerlos, pero sus malditos escritos harán perpetrar otros, y esta dulce idea que se llevan a la tumba los consuela de la obligación de renunciar al mal, en el cual la muerte los coloca.
“(…) ¿No sería estúpido si me apiadara del pollo que es degollado para mi cena? Ese individuo situado muy por debajo de mí, sin ninguna relación conmigo, no puede inspirarme ningún sentimiento; así, pues, las relaciones de la esposa con el marido no son distintas a las del pollo conmigo; una y otro son animales domésticos.
“(…) siento demasiado horror por los prejuicios de los hombres, sinceramente odio demasiado su civilización, sus virtudes y sus dioses para sacrificarles mis inclinaciones.
“(…) necesito de una mujer lista, joven e inteligente, que habiendo pasado ella misma por los espinosos senderos de la miseria, conozca mejor que nadie los medios de corromper a las que se encuentran en ellos, una mujer cuyos ojos penetrantes adivinen la adversidad en las buhardillas más tenebrosas y cuyo espíritu sobornador decida sobre las víctimas que ha de sacar de la miseria empleando los medios que yo presento; una mujer de espíritu agudo; en fin, sin escrúpulos y sin piedad, que no descuidando nada para lograr sus propósitos.
(…) ─ ¡Vamos, La Rose ─dice Saint-Florent─, coge a esta perdida y estréchamela!
No comprendí esta expresión; una cruel experiencia me descubrió pronto su sentido. La Rose me cogió y me colocó de espaldas sobre una banqueta que no tenía más de un pie de diámetro; allí, sin otro punto de apoyo, mis piernas caen hacia un lado y mi cabeza y mis brazos hacia el otro; mis cuatro extremidades son atadas al suelo con la mayor sujeción posible; el verdugo que va a estrechar los caminos se arma de una larga aguja, con hilo encerado y, sin preocuparse por la sangre que va a derramar ni por los dolores que va a causarme, el monstruo, delante de sus amigos a quienes divierte este espectáculo, cierra con una costura la entrada del templo del Amor; luego me hace dar la vuelta sobre mi vientre y mis miembros colgantes vuelven a fijarse como antes, y el indecente altar de Sodoma es obstaculizado de la misma manera.


La filosofía en el tocador
(Primer diálogo)MADAME DE SAINT-ANGE
EL CABALLERO DE MIRVEL
Madame de Saint-Ange — Buen día, hermano. ¿Y el señor Dolmancé?
El Caballero — Llegará a las cuatro en punto. Como comeremos a las siete, tendremos todo el tiempo necesario para charlar.
Madame de Saint-Ange — ¿Sabes, hermano, que estoy un poco arrepentida de mi curiosidad y de los obscenos proyectos que hemos hecho para hoy? Tú eres verdaderamente indulgente, amigo mío; cuando más tengo que ser razonable, más se inflama y se vuelve libertina mi maldita cabeza: me trasmites todo y eso sólo sirve para corromperme... A los veintidós años tendría que ser ya devota y aún no soy sino la más desbordada de las mujeres... No tienes idea de las cosas que concibo y que desearía hacer. Imaginé que limitándome a las mujeres me volvería sabia... que concentrados en mi sexo los deseos no se desatarían hacia el tuyo. Proyectos quiméricos, amigo mío, pues los placeres de los que quería privarme han venido a ofrecerse con mayor ardor a mi espíritu, y he comprendido que cuando se nace para el libertinaje es inútil soñar con imponerse frenos, de inmediato el ardor del deseo los quema. Querido, soy un animal anfibio; todo lo amo, todo me divierte, quiero unir todos los géneros. ¿Pero no crees, hermano, que es una completa extravagancia querer conocer a ese singular Dolmancé, el cual, según dices, nunca ha querido gozar una mujer como lo prescribe el uso y que, sodomita por principio, no sólo es idólatra de su sexo sino que lo cede al nuestro con la especial condición de entregarle los deseados atractivos de los que está acostumbrado a servirse en los hombres? Mira mi extraña fantasía: deseo ser el Ganimedes de este nuevo Júpiter, quiero gozar de sus gustos, de sus excesos, ser la víctima de sus errores. Tú sabes que hasta hoy sólo a ti me he ofrecido de esta manera por complacencia, o a alguno de mis sirvientes, que sólo por interés se prestaron a tratarme de ese modo. Ahora no se trata de complacencia ni de capricho, únicamente me impulsa el deseo... Entre los procedimientos que me han dominado y los que me esclavizarán a esta extraña manía veo una diferencia inconcebible y quiero conocerla. Describe, hermano, a Dolmancé; quiero tenerlo bien grabado en la cabeza antes de verlo llegar. Sabes que sólo estuve con él algunos minutos, al encontrarlo días atrás en una casa.
El Caballero — Dolmancé, hermana, acaba de cumplir treinta y ocho años; es alto, tiene un rostro muy bello, ojos vivos y espirituales, algo un poco duro y maligno se dibuja en sus rasgos a pesar suyo; tiene los dientes más hermosos del mundo, un aspecto y un talle delicados a causa, sin duda, de las maneras femeninas que acostumbra adoptar; posee una extrema elegancia, una bella voz, talento y especialmente mucha filosofía en el espíritu.
Madame de Saint-Ange — Espero que no crea en Dios.
El Caballero — ¿Qué dices? Es el ateo más célebre, el hombre más inmoral... ¡Oh! Dolmancé es la corrupción más íntegra y completa, el individuo más malvado y perverso que pueda existir en el mundo.
Madame de Saint-Ange — ¡Todo esto me enardece! Voy a apasionarme por ese hombre. ¿Y cuáles son sus gustos, hermano?
El Caballero — Las delicias de Sodoma le placen como agente y como paciente; no ama más que hombres en sus placeres y si en ocasiones, no obstante, consiente en hacerlo con mujeres, solo es a condición de que ellas serán complacientes y cambiarán de sexo con él. Le he hablado de ti y le anticipé tus intenciones; él acepta pero te advierte, a su vez, de las cláusulas del negocio. Se negará terminantemente si pretendes comprometerlo en otra cosa: "Lo que consiento hacer con tu hermana es una licencia, dice... una locura de la que sólo se sale raramente y con muchas precauciones."
Madame de Saint-Ange — (¡Salir!... ¡precauciones!...) ¡Amo hasta la locura el lenguaje de esta gente! También nosotras las mujeres tenemos esas palabras exclusivas que prueban, como las de Dolmancé, el horror profundo de que están poseídas por todo aquello que no esté dentro del culto admitido... Di, querido, ¿te ha poseído? ¡Con tu deliciosa figura y tus veinte años creo que se puede cautivar a un hombre semejante!
El Caballero — No te ocultaré mis extravagancias con él. Tienes demasiado espíritu como para desaprobarlas. Amo a las mujeres y me libro a esos raros gustos sólo cuando un hombre amable me cautiva. En tal caso nada hay que no haga. Estoy lejos de esa continencia ridícula que hace creer a nuestros jóvenes frívolos que debe responderse con bastonazos a semejantes proposiciones. ¿Es acaso el hombre dueño de sus gustos? Es preciso compadecer a aquellos que tienen gustos particulares, pero nunca insultarlos: su error es el de la Naturaleza. No eligieron llegar al mundo con inclinaciones diferentes, de la misma manera que nosotros no elegimos nacer derechos o chuecos. Por otra parte, un hombre que dice desearte, ¿dice una cosa desagradable? Por supuesto que no; te hace un cumplido; ¿por qué, entonces, responderle con injurias o insultos? Únicamente los estúpidos pueden pensar así. Un hombre razonable no dirá lo contrario de lo que sostengo. Pero el mundo está poblado de imbéciles que creen que se les falta al respeto si alguien confiesa que los encuentra apropiados para los placeres; pervertidos por las mujeres, celosas siempre de todo lo que tenga apariencia de atentar contra sus derechos, se imaginan ser Quijotes de esos derechos ordinarios, y atacan a quienes no los reconocen.
Madame de Saint-Ange — ¡Ah! ¡Bésame! No serías mi hermano si pensaras de otro modo; pero quiero un poco de detalles y te conjuro a que me los des, tanto sobre el físico como sobre los placeres de ese hombre contigo.
El Caballero — Dolmancé se enteró por uno de mis amigos del soberbio miembro que, como sabes, tengo. Comprometió al marqués de V... a que me invitara a cenar con él. Una vez allí fue necesario exhibir mi miembro. Parecía al principio que el único motivo era la curiosidad, pero pronto un hermoso culo que se me ofrece y del cual se me suplica que goce, me hicieron ver que sólo el placer era el objeto de este examen. Advertí a Dolmancé de todas las dificultades de la empresa y nada lo acobardó. "¡Estoy hecho a prueba de catapultas, me dijo, y no tendrá la gloria de ser el más respetable de los hombres que perforaron el culo que le ofrezco!" El marqués estaba allí moviendo, tocando, besando todo lo que uno y otro sacábamos a luz. Me muestro... quiero al menos algunos preparativos: "No haga eso —dijo el marqués— pues le haría perder la mitad de las sensaciones que Dolmancé espera de usted; él quiere que se lo parta... que se lo desgarre..." "¡Será satisfecho!" dije yo lanzándome ciegamente al abismo... ¿Y puedes creer, hermana, que no tuve ninguna dificultad?... Ni una palabra. Mi verga, enorme como es, desapareció sin que lo sospechara y toqué el fondo de sus entrañas sin que el individuo aparentare sentirlo. Traté a Dolmancé como a un amigo. La excesiva voluptuosidad que sentía, sus espasmos, su conversación deliciosa me hicieron muy pronto feliz y lo inundé. No había terminado de salir cuando Dolmancé se volvió, con los cabellos descompuestos y rojo como una bacante, y me dijo: "¿Ves el estado en que me has puesto, querido caballero?" Mostraba una verga seca y rebelde, muy larga y de por lo menos seis pulgadas de diámetro. "¡Oh, amor mío! Te conjuro a que consientas en servirme de mujer después de haber sido mi amante, para que pueda decir que en tus brazos divinos gusté todos los placeres que quiero con tanta fuerza." No hallando dificultad alguna ni en lo uno ni en lo otro, acepté. Sacándose los pantalones ante mis ojos, el marqués rogaba que fuera con él un hombre mientras era la mujer de su amigo. Lo traté igual que a Dolmancé, quien, devolviéndome centuplicadas todas las sacudidas con que yo colmaba al tercero, muy pronto derrama en el fondo de mi culo ese licor encantador con el que casi simultáneamente yo regaba el de V...
Madame de Saint-Ange — Al encontrarte así entre dos has debido sentir un gran placer. Dicen que es encantador.
El Caballero — Verdaderamente es el mejor lugar, ángel mío. Sin embargo, dígase lo que se diga, esas son extravagancias frente a las cuales prefiero el placer con las mujeres.
Madame de Saint-Ange — Está bien, mi querido; para recompensar tu delicada complacencia ofreceré a tus ardores una jovencita virgen, y más bella que el Amor.
El Caballero — ¡Cómo! ¿Harás venir una mujer a tu casa estando Dolmancé aquí?
Madame de Saint-Ange — Se trata de educarla. Es una jovencita a la que conocí en el convento el otoño pasado, mientras mi marido estaba en las termas. Allí no pudimos, no nos atrevimos a hacer nada porque demasiados ojos estaban fijos sobre nosotras, pero nos prometimos volver a vernos en cuanto fuera posible. Preocupada por este deseo y queriendo satisfacerlo entablé relaciones con su familia. Su padre es un libertino... al cual he cautivado. En resumen, la bella viene y yo la espero; pasaremos juntas dos días... dos días deliciosos; emplearé la mayor parte del tiempo en educarla. Dolmancé y yo introduciremos en esa hermosa cabecita todos los principios del más desenfrenado libertinaje, la envolveremos con nuestros fuegos, la alimentaremos con nuestra filosofía, le inspiraremos nuestros deseos, y como quiero unir algo de práctica a la teoría, como quiero que se demuestre a medida que se expone, te he destinado, hermano, a la cosecha de los mirtos de Citerea, y a Dolmancé la de las rosas de Sodoma. Yo gozaré de dos placeres a la vez, gozaré de esas voluptuosidades criminales y daré lecciones, suscitaré deseos a la dulce inocente que atraeré a nuestras redes. Y bien, hermano, ¿es digno de mi imaginación este proyecto?
El Caballero — Sólo ella pudo concebirlo. Es divino, hermana, y te prometo cumplir a maravilla el papel encantador al que me has destinado. ¡Ah, pícara! Cómo vas a gozar con el placer de educar a esta joven; qué delicias tendrás corrompiéndola, ahogando en su corazón todas las semillas de virtud y de religión que sembraron en él sus institutrices. Verdaderamente, esto es demasiado perverso para mí.
Madame de Saint-Ange — Nada ahorraremos para pervertirla y degradarla, para arrasar con todos los falsos principios de moral con los que hayan podido aturdirla; en dos lecciones quiero volverla tan perversa como yo... tan impía... tan dada a los excesos. Advierte a Dolmancé, ponlo al tanto para que no bien llegue, el veneno de sus inmoralidades circulando junto al qué yo lanzaré en este joven corazón, desarraigue en un instante todas las simientes que hubieran podido germinar sin nosotros.
El Caballero — Imposible encontrar un hombre más adecuado para esta tarea: la irreligión, la impiedad, la inhumanidad y el libertinaje manan de los labios de Dolmancé como en otras épocas la unción mística de los del célebre obispo de Cambrai. Es el seductor más profundo, el hombre más corrompido, el más peligroso... Querida amiga, ¡que tu alumna responda a los cuidados del institutor y te garantizo que muy pronto estará perdida!
Madame de Saint-Ange — Según las aptitudes que le conozco pienso que eso no será largo...
El Caballero — ¿No temes nada de sus padres, hermana? Si esta jovencita se pusiera a charlar cuando vuelva a su casa...
Madame de Saint-Ange — No, ya he seducido al padre... está conmigo. ¿Es necesario que te lo confiese? me he entregado a él para que cierre los ojos. Ignora mis propósitos, pero te aseguro que no se atreverá a profundizar en ellos... Lo tengo en mi poder.
El Caballero — ¡Tus recursos son malignos!
Madame de Saint-Ange — Es preciso, para que sean seguros.
El Caballero — Te ruego que me digas quién es la joven.
Madame de Saint-Ange — Su nombre es Eugenia; hija de un tal Mistival, comerciante de los más ricos de la capital, próximo a los treinta y seis años. La madre tendrá a lo sumo treinta y dos, y la hija quince. Así como Mistival es un libertino su mujer es una devota. En cuanto a Eugenia, sería inútil tratar de pintártela: está más allá de la posibilidad de mis pinceles. De lo que puedes estar convencido es que tanto tú como yo nunca vimos nada más delicioso en el mundo.
El Caballero — Pero, ya que no la puedes pintar, esbózala. Así, sabiendo con quién tendré que enfrentarme, llenaré mi imaginación del ídolo donde deberé sacrificar.
Madame de Saint-Ange — Está bien, mi amigo. Sus cabellos castaños, que apenas pueden encerrarse en las manos, caen hasta debajo de los muslos. Su piel es de una blancura enceguecedora, su nariz un poco aquilina, sus ojos de un negro de ébano ardiente... ¡Oh, es imposible mantener la mirada de esos ojos!... No te imaginas las tonterías que me han hecho hacer... ¡Y si vieras las hermosas cejas que los coronan... los párpados que los cubren!... Su boca es muy pequeña, los dientes muy bellos, ¡y todo tiene una frescura tan grande!... Uno de los mayores atractivos es la manera elegante en que la cabeza se alza sobre sus hombros, y el aire de nobleza que tiene cuando la hace girar... Eugenia aparenta más edad de la que tiene, se le darían diecisiete años. El talle es un modelo de esbeltez y elegancia, su garganta deliciosa... ¡Y posee los senos más hermosos! Apenas podrían llenar una mano, ¡pero son tan dulces... tan frescos... tan blancos!... ¡Veinte veces he perdido la cabeza besándolos! y si vieras de qué modo se animaba bajo mis caricias... ¡de qué modo sus dos grandes ojos pintaban el estado de su alma!... Querido mío, aún no conozco el resto, pero si es preciso juzgar por eso, nunca el Olimpo tuvo una divinidad que la igualase... La oigo llegar... déjanos, sal por el jardín para no encontrarla y sé puntual a la cita.
El Caballero — Lo que has pintado responde por mi exactitud... ¡Oh, cielos! salir... dejarte en el estado en que me encuentro... ¡Adiós!... un beso... un solo beso, hermana, para conservar mi ansia hasta entonces. (Ella lo besa, toca su verga a través del pantalón, y el joven sale precipitadamente).

NOTAS:
(1)Dictionnaire des auteurs, Laffont-Bompiani, 1952, traducción Leo Castillo.
(2)Ib., traducción Leo Castillo.

1 comentario:

  1. Olá meu querido amigo!

    aqui lendo. é fantástica a história do Marquês de Sade. Queria saber mais sobre ele. Se tiver alguma literatura sobre as obras dele me envie o link.

    Abraço a ti.

    daufen bach.

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