28 octubre, 2009


Disertación acerca del lechón asado

Charles Lamb 
Por Leo Castillo

Bioy Casares anota que, generación tras generación, la relación de los lectores con Lamb es una suerte de amistad personal, ya que bien lo admiran, pero más lo quieren. Estuvo recluido en un manicomio entre 1795-96; debió, no obstante, hacerse cargo de su hermana Mary, compañera de faenas literarias, su coautora, desde que en 1976 apuñaló a su madre en un ataque de locura. “Un muy triste par de fenómenos”, destila venenosamente Carlyle, y Swinburne, en uno de tres sonetos motivados por el menosprecio de que hace objeto a Lamb pide a éste que lo perdone por mezclar el más dulce nombre del idioma inglés con palabras amargas, llamando a Carlyle “esa víbora muerta.” Lamb acompañó al desdichado Hazlitt hasta el momento de su muerte (Stevenson ha dicho: “Todos nosotros somos personas admirables, pero no escribimos como Hazlitt.”)
El ensayo de Lamb que reproduzco es una memorable muestra de la prosa ensayística de todos los tiempos.



Disertación acerca del lechón asado
La humanidad, dice un manuscrito chino que mi amigo M.(2) tuvo la suficiente gentileza de leerme y explicarme, durante los primeros sesenta mil siglos comió carne cruda, arrancándola o mordiéndola del animal vivo, precisamente como aún hoy hacen en Abisinia. No oscuramente alude a este período su grande Confucio en el segundo capítulo de sus Mudanzas mundanas, donde nombra una especie de edad de oro con el término de Cho-Fang, literalmente, la festividad del cocinero. El manuscrito prosigue diciendo que el arte de asar, o más bien de tostar (que yo tengo por su hermano mayor) fue accidentalmente descubierto de la siguiente manera.
El porquerizo Ho-ti, habiendo ido una mañana al bosque, siguiendo su costumbre, a recoger bellotas para sus cerdos, dejó su cabaña al cuidado del hijo mayor; Bo-bo, un muchachote bobalicón, a quien, gustándole jugar con fuego, se le escaparon unas chispas sobre un montón de paja que, ardiendo con rapidez, extendió el incendio sobre la pobre morada de ellos, hasta reducirla a cenizas. Junto con la cabaña (una mísera construcción antediluviana, podéis pensar), lo cual era de mucha mayor importancia, pereció una cría de cerdos recién paridos, nueve por lo menos. Los cerdos de la China han sido considerados un lujo en todo Oriente desde los más remotos períodos de que tengamos noticia. Bo-bo sentía la mayor consternación posible, como podéis imaginar, no tanto por la vivienda, que su padre y él podían fácilmente volver a levantar en algún momento con algunas ramas secas y el trabajo de una o dos hora, como por la pérdida de los cerdos. Mientras pensaba qué podía decirle a su padre, y se retorcía las manos sobre los restos humeantes de una de esas víctimas prematuras, un olor asaltó su nariz, diferente de cualquier perfume que antes hubiera sentido. ¿De dónde podía venir? No de la cabaña quemada…; ya antes había sentido eses olor, y por cierto, éste no era en absoluto el primer accidente del mismo género que había ocurrido por la negligencia del desventurado joven incendiario. Mucho menos se asemejaba al de cualquier hierba, maleza o flor conocida. Al mismo tiempo una humedad precursora inundó su labio inferior. No sabía qué pensar. Lo primero que hizo fue agacharse para tocar el lechoncito, por si presentaba alguna señal de vida. Se quemó los dedos, y para refrescarlos se los llevó a la boca, a su tonta manera.
Algunas pizcas de la piel chamuscada se habían desprendido adhiriéndose a sus dedos, y por primera vez en su vida (en la vida del mundo, en verdad, porque antes que él ningún hombre lo había conocido) probó… ¡chicharrón! Otra vez tocó y manoseo el lechón. Ya no lo quemó tanto, pero siguió chupándose los dedos por una especie de hábito. Al fin se hizo la luz en su lento entendimiento: era el lechón lo que olía así, y el lechón lo que tenía gusto tan delicioso; y rindiéndose al recién nacido placer, se echó a arrancar puñados enteros de la piel chamuscada con la carne más cercana a ella, y se estaba dando un atracón en su bestial manera cuando su progenitor entró en medio de los cabrios humeantes, armado con retribuyente garrote, y descubriendo lo que había pasado, empezó a derramar golpes sobre los hombros del joven Borbón, golpes tupidos como piedras de granizo, a los cuales Bo-bo no hacía más caso que si hubieran sido moscas. El cosquilleante placer que sentía en sus regiones inferiores lo volvía enteramente calloso a cualquier inconveniente que pudiera sentir en esas lejanas comarcas. Su padre podía pegarle, pero no podía privarlo de su lechón, hasta que hubo acabado totalmente con él; entonces, una vez que comprendió un poco mejor su situación, dió lugar a algo como el diálogo siguiente:
─ Malvado tunante, ¿qué has estado devorando? No te alcanza con haberme quemado tres casas con tus juegos de perro, y haberme ahorcado, sino que tienes que comer fuego, y no sé qué… ¿qué tenías allí, te pregunto?
─ ¡Oh, padre, el lechón, el lechón, ven a probar qué rico sabe el lechón!
Los oídos de Ho-ti temblaron de horror. Maldijo a su hijo, y se maldijo a sí mismo por haber engendrado un hijo que comió lechón quemado.
Bo-bo, cuyo olfato estaba maravillosamente agudizado desde la mañana, pronto sacó a relucir otro lechón, y partiéndolo justamente en dos, puso por la fuerza la mitad inferior en los puños de Ho-ti, sin cesar de gritar:
─ Cómelo, cómelo, come el lechón quemado, padre, pruébalo solamente; ¡oh, Señor! ─Y mientras profería tan bárbaras exclamaciones, seguía atracándose como si quisiera ahogarse.
Ho-ti sintió temblar todas sus articulaciones mientras empuñaba la cosa abominable, vacilando entre matar o no a su hijo por ser un joven monstruo tan inhumano, cuando el chicharrón le chamuscó los dedos, como había hecho con los de su hijo, y aplicándoles el mismo remedio, él, a su vez, probó el su sabor, el cual ─imaginad las muecas de todo género que haría para disimular─ no le resultó del todo desagradable. En conclusión (porque el manuscrito es aquí un poco tedioso), padre e hijo se sentaron a comer, y no lo dejaron hasta haber rematado todo lo que restaba de la cría.
Bo-bo recibió la orden estricta de no dejar escapar el secreto, porque con seguridad los vecinos los habrían apedreado por eser un par de abominables infelices, que podían pensar en mejorar la carne que Dios les había enviado. Sin embargo, extrañas historias corrieron. Se observó que la cabaña de Ho-ti se quemaba ahora con más frecuencia que nunca. Nada más que incendios de ahora en adelante. Algunos estallarían en pleno día, otros de noche. Con la misma frecuencia que paría la puerca, la casa de Ho-ti estaba en llamas; y Ho-ti mismo, que era lo más notable, en vez de castigar a su hijo, parecía volverse más indulgente con él que nunca. Al fin los observaron, se descubrió el terrible misterio, y padre e hijo fueron emplazados a presentarse en Pekín, entonces insignificante ciudad de tribunales. Se dieron testimonio, se preparé en la isla el mismo detestable alimento, y ya estaba a punto de pronunciarse el veredicto, cuando el presidente del jurado rogó que parte del lechón quemado, por lo cual se acusaba a los reos, se llevara al palco del jurado. Él mismo lo tocó, y todos ellos lo tocaron, y quemándose los dedos, como antes le había pasado a Bo-bo y a su padre, e indicándoles la naturaleza el mismo remedio a todos ellos, contra toda la evidencia de los hechos, y las instrucciones más claras que un juez había dado ─para sorpresa del tribunal entero, vecinos, extranjeros, relatores y todos los presentes─, sin dejar el palco, sin ninguna clase de consulta, llegaron a un simultáneo veredicto de Inocente.
El juez, que era hombre sagaz, hizo la vista gorda ante la manifiesta iniquidad de la decisión; y, una vez disuelto el tribunal, fue secretamente y compró todos los lechones que podían conseguirse por amos o por dinero.
A los pocos días se observó en la ciudad que se incendiaba la casa de su señoría. La cosa salió volando, y entonces no se vieron más que incendios en todas direcciones. Combustible y lechones se hicieron enormemente caros en todo el distrito. Una y todas las compañías de seguro clausuraron la empresa. La gente construyó más y más frágil cada día, hasta que llegó a temerse que la misma ciencia de la arquitectura no tardara mucho no tardara mucho tiempo en perderse para el mundo. Así continuó esta costumbre de incendiar casas, hasta que, con el tiempo, surgió un sabio, como nuestro Locke, que hizo el descubrimiento de que la carne de cerdo, o de cualquier otro animal, por cierto, podía cocinarse (quemarse, como decían ellos), sin necesidad de consumir toda una casa para guisarla. Entonces empezó la forma rudimentaria de una parrilla. Asar colgando el lechón encima del fuego, o al asador, llegó un siglo o dos después, no recuerdo en qué dinastía. De tan lenta manera, concluye el manuscrito, las artes más útiles, y aparentemente las más obvias, se abren paso entre la humanidad.
Sin dar fe ciega al relato precedente, debe convenirse que si un digno pretexto para experimento tan peligroso como incendiar casas (especialmente en esos tiempos) podría asignarse en favor de cualquier objeto culinario, ese pretexto y excusa se hallarían en el LECHÓN ASADO.
De todas las delicadezazas en el mundus edibilis(3), mantendré que sea la más delicada: princeps obsoniorum(4).
No hablo de vuestros puercos crecidos, cosas entre el lechón y el cerdo, sino de un joven y tierno mamón, de edad menor a una luna, ignorante todavía de la pocilga, sin mancha original del amor inmunditiae(5), el desliz hereditario de su primer antepasado, que, sin embargo, manifiesta ─su voz todavía no chapurreada, sino algo entre un atiplado pueril, y un rezongo─ leve presagio, o proeludium(6), de un gruñido.
Debe asarse. No ignoro que nuestros antepasados los comían hervidos o cocidos, pero ¡qué sacrificio del tegumento exterior!
No hay sabor comparable, sostengo, al del quebradizo, tostado, bien cuidado, a punto, chicharrón, como se lo llama; hasta los mismos dientes están invitados a su parte del placer en este banquete, al vencer la recatada y frágil resistencia con la untuosidad adhesiva. ¡Oh, no la llaméis gordura, sino una indefinible melosidad que tiende a ello, el tierno florecer de la gordura, gordura segada en el capullo, tomada en el retoño, en la primera inocencia, la crema y quintaesencia del todavía puro alimento del lechoncito; la carne magra, no magra, sino una especie de maná animal, o, más bien, gordura y pulpa (si debe ser así), combinadas e inseparables de tal manera, que juntas llegan a un solo ambrosiano resultado, o sustancia común!
Contempladlo, mientras se está haciendo; parece más bien un calor más refrescante que abrasador, al cual es tan pasivo.¡Qué uniformemente gira encima del fuego! Ahora estáa punto. Para ver la extrema sensibilidad de esa tierna edad, él ha agotado las lágrimas de sus bonitos ojos, radiantes jaleas, estrellas fugaces.
¡Vedlo en el plato, su segunda cuna, qué dócil yace! ¿Hubierais tolerado que este inocente creciera hasta llegar a la grosería e indocilidad que tan a menudo acompañan a la marranería más madura? Uno de cada diez no hubiera demostrado ser glotón, puerco, obstinado, desagradable animal, revolcándose en todo género de asquerosa vida; felizmente, lo arrebatan de esos pecados,

Ere sin could blight, or sorrow fade
death came with timely care
(7).

Su memoria es odorífera; ningún patán lo maldice, mientras su estómago medio rechaza el tocino rancio; ningún cargador de carbón lo mete en humeantes salchichas; él tiene un bello sepulcro en el estómago agradecido del juicioso Epicuro, y con tal tumba podría estar contento de morir.
Él es el mejor de los sabores. El ananás es admirable. Pero a la verdad que es demasiado trascendente, un placer, sino pecaminoso, tan semejante al pecado, que realmente la persona de conciencia delicada haría bien en detenerse; demasiado embriagador para el gusto humano, hiere y excoria los labios de quien se le acerca; como los besos de los amantes, muerde; es un placer que bordea el dolor por la fuerza y locura de su goce; pero se detiene en el paladar, no entra en el apetito, y el hambre más vulgar lo baratearía sin escrúpulo por una chuleta de cordero.
El lechón ─dejadme decir su alabanza─ no provoca menos el apetito de lo que satisface la escrupulosidad del paladar severo. El hombre robusto puede saciarse con él, y el canijo no se resiste a sus suaves jugos.
A diferencia de los mezclados caracteres de los hombres, manojos de virtudes y vicios inexplicablemente entretejidos, y que no pueden desembrollarse sin peligro, él es… bueno de un extremo al otro. No hay parte en él que sea mejor o peor que otra. Puede servirse, en cuanto sus escasos medios lo permiten, de cualquier manera. Es el menos envidioso de banquetes. Es la comida de todo prójimo.
Yo soy uno de esos que libremente y de buena gana ceden una parte de las cosas buenas que les tocan en esta vida (pocas mías son de esta clase) a un amigo. Afirmo tener interés tan grande en los placeres de mi amigo, suis goces y decorosas satisfacciones, como en los míos propios. “Presentes ─digo a menudo─ hacen querer ausentes.” Liebres, faisanes, perdices, becardones, pollos de corral, (esa “rural volatería domesticada”), capones, avefrías, pulpa, barricas de ostras, todo lo reparto tan libremente como lo recibo. Me agrada gustarlas, por decirlo así, con la lengua de mi amigo. Pero en alguna parte debe acabar. Uno no “daría todo”, como Lear. Yo me detengo en el lechón. Me parece una ingratitud al Dador de todos los buenos sabores, extradomiciliar, o enviar afuera, con desprecio (so pretexto de amistad o no sé qué) una bendición tan particularmente adaptada, predestinada puedo decir, a mi paladar individual. Indica una falta de sensibilidad.
Recuerdo una muestra de esta especie de conciencia en la escuela. Mi anciana y buena tía, que nunca se separaba de mí al final de un día feriado sin henchirme el bolsillo con un dulce, o alguna cosa agradable, me había despedido esa mañana con un humeante bizcocho con pasas, recién sacado del horno. En el camino a la escuela (estaba sobre el London Bridge), un viejo mendigo encanecido me saludó (a esta altura del día no me cabía duda que era un impostor). Yo no tenía monedas para confortarlo,y en la vanidad del desinterés, y hasta en la fachenda de la caridad, cosas de buen escolar, le regalé…¡el bizcocho entero! Seguí caminado un poco, apoyado, como se está en tales ocasiones, en la dulce serenidad de quien se siente satisfecho de sí; pero antes de que hubiera alcanzado el final del puente volvieron mis mejores sentimientos y me deshice en lágrimas, pensando qué ingrato había sido con mi buena tía, al ir a regalar su buen presente a un extraño a quien nunca había visto, y que podía ser un hombre malo, que yo supiera; y después pensé en el placer que estaría sintiendo mi tía al pensar que yo ─yo mismo y no otro─ comería su lindo bizcocho, y qué le iba a decir la próxima vez que la viera, qué perverso fui al separarme de su excelente regalo…, y el olor del aromático bizcocho volvió a mi memoria, y el placer y la curiosidad que había experimentado al verlo hacer, y la alegría de ella cuando lo metió en el horno, y qué desilusionada se sentiría de que al cabo yo no hubiera tenido nunca en la boca ni un pedacito; y yo culpé a mi impertinente genio de limosnero, y la hipocresía de bondad fuera de lugar, y sobre todo quise no volver a ver nunca el rostro de ese insidioso, inútil, viejo impostor cano.
Nuestros antepasados fueron refinados en su método de sacrificar a esas tiernas víctimas. Leemos de lechones azotados hasta causarles la muerte por una especie de postración nerviosa, como oímos de cualquier otra costumbre pasada de moda. La edad de la disciplina ha desparecido, o sería curioso inquirir (desde un punto de vista meramente filosófico), qué efecto podría tener este procedimiento para enternecer y dulcificar una sustancia naturalmente tan suave y dulce como la carne de los lechoncitos. Se asemeja a hacer más delicada una violeta. Si embargo, debemos ser prudentes, en tanto que condenamos la inhumanidad, en punto de censurar la sabiduría de lapráctica. Podría darle un gusto…
Recuerdo una hipótesis, argüída por los estudiantes jóvenes, cuando yo estaba en St. Omer, y sostenida con mucha ciencia y agudeza de ambas partes, “de si, suponiendo que el sabor de un lechón muerto por flagelación (per flagellationem extremam) requintaba un deleite más extremo al paladar de un hombre que cualquier posible sufrimiento que podamos concebir en el animal, ¿justificaría ello al hombre para emplear ese método de matar al animal?” Olvidé la decisión.
Debe considerase su salsa. Decididamente, unas migas de pan, picadas con su hígado y sesos, y el condimento de salvia dulce. Pero destierre, querida señora cocinera, se lo ruego, la tribu entera de la cebolla. Ase sus puercos enteros a su gusto, aderécelos con chalotes, rellénelos con ristras del fétido y nefando ajo; usted no puede envenenarlos, o hacerlos más fuertes de lo que son; pero tenga usted en cuenta que se trata de un ser endeble, de una flor.

NOTAS:
1) En esta presentación sigo el estudio preliminar a cargo de Esequiel Martínez Estrada para Montaigne, Ensayos, Clasicos Jackson, Vol. XIII, Tercera edición, Buenos Aires, 1953. En cuanto a Lamb y su Disertación acerca del lechón asado, vid. Ensayistas ingleses, Estudio preliminar Adolfo Bioy Casares, Clásicos Jackson, Vol. XV, Tercera edición, México, 1968.
(2) Thomas Manning (N. del T.)
(3) Mundo comestible (N. de S. Valois Aragon).
(4)Primera entre las viandas (Ídem).
(5) Gusto de la porquería (Ídem).
(6) Ensayo, prueba (Ídem).
(7) Antes de que el pecado lo pudiera agostar, o la pena marchitar, / vino la muerte con oportuna ansiedad... (N. del T.)

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