24 diciembre, 2010

Dinero y poesía


                                   

Dinero y poesía

¿Qué raro resplandor entraña la poesía que excita la envidia aleve del poder? El hombre con fortuna suele estimar, acaso no sin razón (este es el punto), que nada se halla más allá de su alcance. Conforme a esta presunción edifica en el viento el tinglado de toda suerte de reputaciones a capricho, y el dinero hace de él virtual Proteo en capacidad de revestirse de la gloria mundana que le peta. “Recuerda que todo me está permitido, y contra todos”, advierte Calígula, quien “una vez hizo llamar a palacio a medianoche a tres consulares, que llegaron sobrecogidos de terror. Hízoles colocarse en su teatro, y de pronto se lanzó al escenario con gran estrépito, al ruido de flautas y de sandalias sonoras, con el manto flotante y la túnica de los actores; en seguida ejecutó una danza acompañada de canto y desapareció.” Cuenta Suetonio que “quiso destruir los poemas de Homero, y preguntaba: ‘¿por qué no habría de poder hacer yo lo que hizo Platón, que lo desterró de la República que organizó?’ Poco faltó para que hiciese desaparecer de todas las bibliotecas las obras y retratos de Virgilio y Tito Livio, diciendo: ‘que el uno carecía de ingenio y de saber, y el otro era historiador locuaz e inexacto.’” También que “el autor de una poesía fue quemado por orden suya en el anfiteatro por un verso equívoco.” Cuanto a Séneca (a quien Nerón obligaría a darse muerte) despreciaba Calígula la elegancia y adornos de estilo, tachando sus obras de “tiradas teatrales” y como “arena sin cimientos.” Suetonio declara que entre las frecuentes e injuriosas proclamas de Julio Vindex, propretor de la Galia contra Nerón, “lo que más le ofendió (…) era que le tratasen de mal cantor” y salía preguntando a todos si conocían un artista más grande que él. Poco antes de suicidarse, se le oía exclamar: “¡Qué artista va a perecer conmigo!”
   Y Boswell, en su celebérrima Vida del doctor Johnson, a propósito del tratado de Rousseau sobre la desigualdad humana, que Mr. Dempster había opinado que “las ventajas de fortuna y abolengo no significaban nada para el hombre ilustrado.” Y Johnson: “en la sociedad civilizada las ventajas exteriores nos hacen más respetados (…) En la sociedad civilizada el mérito no os servirá tanto como el dinero.” Y proponía este ejercicio: “Salid a la calle, y dad a un hombre una conferencia sobre moral, y a otro un chelín, y ved cuál os brindará mayor respeto”, para concluir con esta amarga confesión: “Cuando andorreaba por las calles de esta ciudad, y era muy pobre, yo era gran defensor de las ventajas de la pobreza; pero al mismo tiempo lamentaba mucho ser pobre.”
   En este instante de mi vida, habiéndome entregado a la búsqueda de la belleza y la sabiduría en la medida de mis limitaddos recursos, despreciando los bienes materiales, he venido a preguntarme si existe algo que no pudiera haberme granjeado el dinero, la gloria literaria incluso, y si no habría podido ahorrarme tantos quebrantos, miseria y el irrespeto de parte de los parientes de mis amantes, y ciertamente, de haberlo, no doy con ello, y antes he llegado a la certeza acre de ser la pobreza sumo mal y suma de todos mis males. ¿Me cabe acaso alguna duda del imbatible orgullo de mi madre si me viera triunfar, es decir, hacerme rico, sea cual fuere mi papel en el teatro del mundo? En cambio ¡cuánto me cuesta sostener esa inquisidora resignación en sus ojos!
    Por su parte estima Horacio: “En verdad, el oro es un rey que nos proporciona crédito, esposa rica, amigos, alcurnia, belleza y hasta el amor y la elocuencia dispensan sus favores al opulento”, aserto que resume Quevedo en el estribillo de su letrilla Poderoso caballero es don Dinero. Pero permítaseme in extenso seguir a Horacio: “El poeta rico en hacienda y capital puesto a interés, reúne a los aduladores en su casa con el aliciente de las dádivas, como el pregonero concita a las turbas para pujar en la almoneda.  Si además está en situación de ofrecer un suntuoso banquete, salir fiador de un amigo pobre y sacarlo del atolladero de un pleito ruinoso, ¿será maravilla que no sepa distinguir entre el falso y el verdadero amigo? No constituyas en juez de tus escritos al que rebosa de alegría por las mercedes que le has hecho, o las que piensas hacerle en adelante; pues gritará: ‘¡Magnífico, bravo, soberbio!’ Hasta palidecerá y dejará correr las lágrimas de sus ojos, saltando y haciendo temblar el suelo bajo sus pies. Como los aquilones que lloran en los cortejos fúnebres dicen y hacen mayores extremos que los de veras afligidos, así el adulador aplaude mucho más que quien elogia sinceramente.”
   Si la simonía es un grave pecado en el ámbito judeocristiano, usurpar al poeta debiera tipificarse como delito. ¿Qué si, colocando un letrero de cirujano cardiovascular, y falsificando mi diploma, provisto de mi bisturí eliminó tres o cuatro cristianos la primera semana? ¿No me darán acaso cadena perpetua, y en otro país, pena de muerte? Seamos consecuentes, y metamos en chirona al que, mendaz, se dice poeta sin haber verificado las tenaces exigencias que tan sutil iniciación impone. Qué digo, ¡démosle cadena perpetua, colguémosle!
 Alguna noche he visto un hombre de éxito, profesional boyante, de carrazo y penthouse, desbarrar ante un público que celebraba cada necedad que leía, ovacionaban sus versos muertos. Había logrado reunir en verdad una notable concurrencia, entre la que se contaban médicos, abogados, académicos, algún periodista… Su presentador (y maldita la idea que de arte poética tiene), lo definió (¡ay, Apolo invicto!) como el padre de las Musas, ni siquiera el hijo; pero, ¿qué le importa a ese “poeta” el despropósito? No se cambiaba por nadie, puesto que el más reciente de sus caprichos de jubiloso jubilado gozando de una bonita renta, el de hacerse llamar poeta, estaba consumado. ¿Qué se le ocurriría ser la mañana siguiente a este frívolo asno cargado de oro, aparte de cagarse en Cátulo, en Villon, o en César Vallejo?
     
    Morir en la miseria no es, que yo sepa, el propósito de ningún poeta, y ni la pobreza ni la locura hacen mejor vate que el conocimiento y la aplicación honestos, aunque Demócrito excluya del Helicón a los poetas que tienen sana la cabeza; también que (y este es el extremo opuesto) “muchos de ellos descuidan cortarse las uñas y la  barba, se retiran a la soledad y huyen de los baños, creyendo alcanzar el nombre y la fama del poeta con negarse a poner en manos del barbero Licinio sus cabezas imposibles de curar con el eléboro que producen las tres Antirias”, para retomar a Horacio. El arte suscita la envidia de ese magnate que se eriza de espanto ante la pasión de un Van Gogh o el enigmático ministerio cuasi satánico de un Lautréamont.  La poesía, dijo un compatriota, tiene sus cuchillos. Escucho al más opulento de los poetas, hijo a su vez de un poeta opulento, declarar apesadumbrado ante el hostil resplandor de la verdad que “quien añade ciencia añade dolor.”
   El artista en su humilde taller rumia ese pan ácimo que “la vida parva” en una civilización enteramente materialista le arroja despectiva. Más, ¡epa!, nadie sabe por qué rara operación ese pedestre alimento viene a ser como finísimo alpiste en tu pico de oro, poeta que transmutas tu dolor en exquisiteces estéticas para los aristócratas del espíritu.
   Lector maldito (vid. Quevedo), ve tras tus monedas, mercenario, anda y vende tu aplauso; pero sabe, belitre, que hay una dignidad inalcanzable al ruin interés escuetamente mundano: la condición de miembro de “la ciudad de las ideas” de que habla Kavafis. 
Leo Castillo 

A fin de ilustrar mejor esta reflexión de Leo Castillo, ofrezco el magnífico cuento Dos talentos, del búlgaro Jorge Stamatov.
Jorge Porfiriev Stamatov nació en Tiraspol el año 1869; murió en 1942. La pieza que transcribo figura en Cuentos búlgaros, antología del Instituto Colombiano de Cultura (Colcultura), Bogotá, 1973, en su Biblioteca Colombiana de Cultura, Colección Popular, vol. 104. Apareció inicialmente en la revista Nubluidatel en 1902, y luego en Skitzi, 1915. Que lo disfrutes.

Jorge Stamatov:                               
                          Dos talentos 
El coche paró frente al hotel, que era, mejor dicho, una posada. Irmov bajó, ordenó que le llevaran el equipaje arriba, pagó al cochero, le dio la propina y entró en el café, en el piso bajo del edificio.
El dueño lo recibió respetuosamente.
─Prepare las cosas arriba para lavarme, prenda el fuego de la estufa, y para la cena cocíneme algo livianito: sopita de pollo y huevos poco cocidos. Mi estómago es algo  débil y no soporta todo─ se disculpaba Irmov.
El propietario le prometió  todo eso. Sabía que tales estómagos pagaban bien, más que bien porque el señor parecía ser algún personaje. Tal corte de abrigo solamente en Sofía había visto.
El público del café, que observaba con atención al recién llegado, acogió con sonrisas su  pedido para la cena. Al parecer ellos no creían que el estómago es diferente en los hombres y que exista búlgaro incapaz de digerir algo en este mundo.
El hotelero subió con el nuevo pasajero. Todos empezaron a hablar.
─¿Quién será este?
─Será algún ingeniero ─dijo alguien─, ahora pasan muchos de estos.
─Debe ser algún revisor…
─¡Revisor! ─rió otro─. ¿Qué va a revisar aquí? En todo el distrito no se puede hallar juntas ni cien monedas de a veinte.
─Puede ser que esté de paso no más el hombre.
─¿Para dónde va a ir? Si nosotros estamos en el fin del mundo.
Una hora más tarde Irmov bajó lavado, peinado y con otro traje. Se sentó junto a una mesa cubierta de diarios, pero no se atrevió a acercarse a ellos porque casi todos estaban manchados con diferentes clases de salsa.
─¿Está lista la comida? ─preguntó.
─Sírvase, señor, pasar a la otra habitación; allí comen los empleados.
Irmov pasó a la otra habitación, donde encontró cinco o seis personajes más. Algunos leían diarios, otros hablaban sobre la cocina y criticaban al cocinero del año anterior. Irmov tomó asiento, tosió fuertemente, metió una punta de la servilleta detrás del cuello de la camisa, apartó un cubierto y se puso a esperar. Le trajeron el caldo de pollo. Los demás dejaron los diarios, cesaron de hablar, observando involuntariamente al recién llegado. En sus ojos se leía curiosidad con mezcla de envidia. Instintivamente odiaban a este hombre, venido de otro mundo, de allá donde ellos nunca habían estado, o si habían estado, quién sabe si volverían a estar otra vez. Pero él ni siquiera notaba su presencia, o fingía no verlos. Esto los hizo odiarlo aún más. Y si hubieran estado seguros de que él no era ningún gran personaje que con un simple empujón los podía hacer desaparecer del globo terráqueo, ellos gustosos le hubieran preparado alguna triquiñuela local. Pero cada uno de ellos lo tomaba por un personaje de su Ministerio.
Al terminar la cena, Irmov pidió que le llevaran arriba el café, que lo despertaran temprano y subió a su habitación.
Todos empezaron a mover los labios. Saltaron sobre el dueño preguntándole qué clase de hombre era ese.
¡Decepción general y muecas! El recién llegado se había anotado en el libro de huéspedes: “escritor”.
─¡Mírenlo!... Y yo por poco lo tomo por el revisor general.
─¡Al diablo con los escritores!... ¿Acaso ellos se alimentan con calditos de pollo?
Calmáronse todos. Y algunos, que hacía un rato no más pensaban en echar un vistazo a sus cajas esa misma noche, gritaron al mozo que trajera el tablero de damas. Nadie quería saber que arriba, sobre sus cabezas, un escritor búlgaro estaba de pie y quizás con ira ya los clavaba uno a uno con su pluma. Él no podía turbar su tranquilidad, el no era temible, él no era revisor.
Al día siguiente Irmov se fue a la Escuela Secundaria a ver a un profesor para que le ayudase a reunir materiales para su nueva novela histórica. El profesor por poco se desmayó al saber con quién hablaba, a pesar de que al cabo de un ratito se vio obligado a reconocer que no habíaleído casi nada de sus obras.
─¡Ah! No sabe usted, señor Irmov, cómo la provincia mata al hombre y especialmente a nosotros los maestros. Ella nos absorbe toda la sangre y al final nosotros nos transformamos en conservas. Y no es que no tengamos a quién y qué leer, no… pero, ¿para qué? Para vivir y morir aquí, hasta lo que he leído es mucho. Bulgaria nos ofrece en sacrificio y nosotros lo aceptamos por un trozo de pan. Aquí hemos perdido el  gusto de la vida, y sin este gusto, el hombre, si no es cadáver, es por lo menos un enfermo. Nosotros durante toda la vida cuidamos la dieta.
Irmov nada contestaba. El profesor prosiguió:
─Usted posiblemente me diga: la lectura es una finalidad y no un medio… No es así. El libro siempre es un libro, y no puede reemplazar al ser viviente. Hay minutos en que yo hubiera preferido la compañía de un tonto alegre a la de todos los tomos de los escritores europeos. El libro sin la sociedad es terrible. Provoca sueños y deseos, pero el Ministerio hace mucho que ha prohibido con circulares que soñemos y nos empachemos. Sabe usted que de vez en cuando me vienen ganas de huir de aquí a cualquier parte de la tierra.  Me dan ganas de ir a Sofía y emplearme de mozo en alguna cervecería: allá de cualquier modo la vida tiene más contenido que aquí. Si yo hubiera sido Napoleón, hubiera aniquilado las pequeñas ciudades y aldeas. No es tan terrible el hambre, la miseria, como la soledad aquí… este aislamiento de todo para la vida. ¡Sí, aquí todos nos alegramos como chicos viendo no el ferrocarril, sino un coche! Hemos perdido la costumbre de la poesía, la música, las canciones. Olvidamos las caricias de la mujer. Alguna vez una campesina nos seduce más que a ustedes las beldades escotadas en los bailes. Nosotros aquí nos hemos atrofiado y parecemos momias, sólo que aún respiramos, pensamos y sentimos… hasta donde nos permite el presupuesto y el Ministerio.
Irmov lo escuchaba comprendiendo plenamente su humor. Y en lo hondo de su alma se sentía satisfecho de que el destino no le hubiera deparado tal suerte. Él jamás se hubiese resignado a ello: “¡Desgraciados!” ─pensó, y no creyó necesario ni siquiera consolar al hombre.
Caminaban por la ciudad, pasando al lado de una casa alta, de dos pisos, con negocios en la planta baja y un gran patio atrás. En el piso alto había balcones.
─¿De quién es esta casa? ─preguntó Irmov.
─De un viejo ricacho, pero ahora todo está en las manos de su yerno Linovski. No creo que lo conozca usted. Tiene toda la región en el bolsillo. Pronto será diputado y en verdad hace mucho que debiera estar ahorcado.
─¡Linovski!... Yo conocí en un tiempo a u tal individuo. En Francia estudiaba derecho, luego tuvo enredos en los tribunales por falsificación de diploma.
─Eso es historia vieja. Actualmente él está falsificando hasta la leche de la madre de sus hijos, pero la ley nno lo toca.
─¿Quiere decir que es el mismo Linovski?
─Debe ser el mismo, no creo que haya otro Linovski: él es uno y el mismo en toda Bulgaria. Si usted pudiera tan sólo verlo: no teme nada, no respeta nada.
Un rato después se separaron e Irmov se fue al restaurante.
Alrededor de su mesa estaba sentado un grupo de hombres y mujeres.
Su cubierto estaba en su lugar, pero para pasar debía molestar a algunos de ellos.
─Disculpen ─dijo cortésmente.
La gente empezó a disculparse por haberle ocupado la mesa.
─No es nada… no es nada. Por favor, a mí me agrada…
Al cabo de cinco minutos, Irmov ya conocía a todos.
─¡Doctor Ivanov!...
─¡Rankov,miembro de los Tribunales!...
─Markov, maestro…
─Capitán Chevronov…
─La señoara de Tal…, etc.
Muy promto supieron que Irmov partía al día siguiente para una aldea y resolvieron ir a la aldea, de visita al capitán del puesto fronterizo.
─Llevaremos comida y bebida…
─Allí las noches son claras…
─Solamente que no queremos ir en coche…, sino en trineo ─insistían las señoras.
─Los gastos por partes iguales ─dijo uno.
Al pensar en la diversión del día siguiente la compañía se puso alegre y todos esperaron que alguien se decidiera a pagar una vuelta.
Nadie se decidió. De repente Irmov golpeó con su copa sobre la mesa. Vino el dueño.
─¡Traigan cerveza!
─¿Cuántas?
─¿Cómo cuántas? Cuantos somos: siete, ocho, diez cervezas.
Todos los de la compañía sonrieron.
─También ─prosiguió Irmov─ traigan algún bocadillo para la cerveza… pero que sea bastante. Y, para las señoras… ¿qué gustan servirse ellas?
─Ellas también toman cerveza ─dijo uno.
Las damas sonrieron modestamente.
Trajeron las cervezas y todos chocaron sus copas con Irmov. Este se empeñaba en ser amable con ellos informándose cómo vivía, dónde paseaban, si tenían diversiones…
─Mejor no pregunte usted ─decía el capitán─, nosotros estamos enterrados vivos aquí. Luego del Club Militar de Sofía, ¡venir a caer aquí en esta caballeriza!...
─Pero, ¿por qué se quejan ustedes, los militares, si son los niños mimados de Bulgaria? ─dijo el doctor─. ¿Qué haces tú aquí? Durante todo el día no haces nada, de noche estás aquí y cada primero de mes, sírvase… cuatrocientos levas y algo más en el bolsillo…
─No es precisamente así… ¡Acaso no guardamos la frontera! Los servios… algo se oye por ahí, que se están preparando contra Austria…
─Preparan salchichas de cerdo para Austria… Pregúntanos a nosotros los pobres. Todo el mes dando vueltas por la región, de día no alcanza el tiempo ni para comer, de noche no te dejan tranquilo. Lo despiertan a uno por una simple fiebre, vas y no te pagan: todos resultan ser amigos conocidos… Como si la medicina tuviera algo en común con la amistad.
─¿Y cuál es el estado de salud en la región? ─preguntó Irmov.¿Cuál es? Hay enfermedades para 10.000 levas anualmente y uno no puede sacar ni 50 levas al mes. La gente de aquí es así; son capaces de morirse con tal de no pagar al médico.
─¿Así que el sueldo no alcanza?
─No alcanza para el pan… y usted sabe que la ciencia marcha, no espera, se necesitan nuevos libros, revistas, perfeccionamiento.
─¡Calla tú! Este año solamente de los fonderos has cobrado más de 500 levas para certificados. ¿Y nosotros? Dinero contado: 236 levas y 36 centavos: por más que le des vueltas, siempre lo mismo. ¿Qué te parece? Toda la región está en tus anos, dispones de las vidas humanas, ahorcas a la gente y tú mismo llevas la vida de un empleadito. Uno no tiene plata ni para casarse ─dijo el juez.
─¿Por qué no te haces abogado?
─Y lo seré… Me faltan dos años más para la jubilación.
En una palabra, no había ni un hombre conforme: todos se sentían ofendidos por Bulgaria. Irmov no los interrumpía.
─Yo entiendo las cosas así ─proseguía elcapitán─: o tener un ejército como es debido o darlo de alta. El ejército es todo para el Estado. No se debe olvidar que el oficial no es del presupuesto. Si quieres paz, prepárate para la guerra, ha dicho Napoleó: ergo ¡pagad bien a los oficiales!
─Antes que nada el pueblo debe ser sano. Pueblo enfermo, ciudadanos enfermos, , soldados enfermos. Mens sana in corpore sano, quiere decir que loe médicos tiene que ser los mejores pagados.
─La verdadera finalidad de todo es la justicia. Hacia nosotros vienen empleados, militares, enfermos y sanos… Inglaterra, ha dicho no sé qué filósofo, mantiene toda su escuadra para que funcionen unos cuantos magistrados. He aquí por qué la situación del juez debe ser la mejor asegurada.
Entre la compañía había un maestro primario de las aldeas. Oyendo a los demás él no se atrevía a quejarse. Tenía vergüenza  de decir ante tanta gente qué sueldo recibía y además no conocía a ningún sabio que hubiera dicho algo a favor del maestro búlgaro.
A poco Irmov pidió otra vuelta. Paulatinamente la conversación fue perdiendo su carácter serio y empezaron a contarse variados cuentos búlgaros con colorido local. En algunos de los pasajes más fuertes las damas ponían tales caras inocencia, que todo lo picante de la anécdota desparecía sin surtir efecto. Luego pasaron a las canciones. Irmov pidió cerveza por tercera vez, con lo que decididamente encantó a todos. Algunos hasta le preguntaban dónde podían hallar sus obras.
─Pero mira, hombre, estos escritores habían sido de mano abierta ─susurró uno a su vecino.
─Se entiende: tienen sesos gratis. Se sienta, traza unos garabatos más o menos, alguna bromita y… sírvase: cien levas. Dicen que Vazov ha estado edificando casas con sus novelas…
─En cambio nosotros nos gastamos la sesera por doscientas levas al mes.
Después de las canciones llevaron las mesas a un rincón, encontraron en alguna parte dos gitanos dormidos, los despertaron y empezaron los bailes. En cierto momento la compañía llegó a tal grado de entusiasmo que hasta gritaron “¡Hurra!” cuando Irmov declaró al dueño que ese día él pagaba todo.
─Pero es una vergüenza ─susurraba uno a sus amigos─. El hombre está aquí más bien como nuestro huésped y nosotros lo dejamos pagar todo.
─¿Quién lo obliga? Si él o desea otra cosa…
─No está bien, debemos pagar algo nosotros. ¿Qué pensará el hombre de nosotros? Después va a pintarnos en algún escrito…
─Y se va a ganar la patita.
El baile se prolongó hasta las cuatro de la mañana. El dueño también estaba satisfecho del escritor y cuando todos se levantaron para marcharse, él saltó a fin de alcanzarle personalmente el abrigo. Salieron a la calle y armaron tal barullo, que las gentes de la siempre soñolienta pequeña ciudad saltaron de las camas como si hubiera un incendio. Pero con la compañía estaba el jefe de la policía regional y las patrullas policiales hacían la venia respetuosamente en honor del alegre grupo.
Después de la conversación con el maestro Irmov se encontró dos o tres veces con Linovski por las calles, pero desde lejos, y se volvía sobre sus pasos o desviaba por otra calle. No deseaba de ningún modo verse con el hombre a quien ya de estudiante no diera la mano, y más sabiendo que el otro ahora era rico y cometía desmanes en toda la región. De modo que no en vano decía la gente que ese hombre era capaz de todo… que no vacilaba ante nada.
Pero una vez se encontraron casualmente cara a cara. Irmov no tenía otra alternativa y sin querer se detuvo.
─¡Irmov! ¿Eres tú? Yo te busqué al enterarme de que estabas aquí. Me dijeron que andabas por las aldeas juntando materiales para tu nuevo drama, o novela… De estas cosas no entiendo mucho, pero tus obras he leído. Siempre estás volando por las alturas, estás describiendo gente de Marte: todos siempre honrados, siempre héroes… ni un hombre malo. Tú te quedas algunos días más aquí, ¿no es cierto? Yo quiero verme contigo para charlar. ¿Cuántos años que no nos vemos? Éramos condiscípulos, y hoy… Esta noche cenas en mi casa. No, no… esto está resuelto.
─No sé si podré ─dijo vacilante Irmov─. Esta noche quiero trabajar un poco.
─Nada de trabajo… En Sofía trabajarás. ¿Cómo se puede trabajar en este ambiente? Ahora mismo iremos juntos a casa.
─Pero a mí me esperan allá. Hay un maestro con quien estoy comprometido.
─Que espere… Yo mandaré a uno del servicio doméstico a decirle que estás en mi casa. ¿Y qué vas a comer allá? Este tío Kolio alimenta a la gente de un modo que… Yo alimento mejor a mis cerdos.
─Pero allí me cocinan especialmente.
─Yo prepararé algo especial para ti y en cuanto al vino, cosa igual no has bebido. Yo proveo de vino a toda la región, pero vino… bebo solamente yo. De ninguna manera permitiré que comas allá. No te fijes en los empleados: ellos comen todo lo que les sirven. No tiene derecho a tener gustos. Sus estómagos están obligados a resistir los venenos del tío Kolio… y nada más. Luego: entierro, jubilación, huerfanitos, futuros empleados, etc. Pero basta de charla, marchemos. ¡Tú no te imaginas qué  satisfecho estoy!
─A decir verdad, no puedo ir porque me siento cansado.
─Escúchame, Irmov, empiezo a sospechar que tú sencillamente no quieres venir a mi casa. Seguramente los señores de aquí te han dicho Dios sabe qué.
─¿Cómo? ¿Quién me hablaría de ti?
─¿Quién? Todos… Ellos me ahogarían en un vaso de agua. Todavía no pueden perdonarme que yo, un extraño, me haya sentado sobre sus cuellos. Pero yo no tengo a los mosquitos: no pican, tan sólo zumban. Yo sé que todos, también tú, en Europa, me miraban de reojo. Pero lo pasado, pasado…pisado. Sé que ahora tú eres escritor, hombre famoso. Y quizás algún día esta calle llevará tu nombre, porque has pasado por aquí, pero ahora en esta calle yo poseo casa propia y tú debes venir a visitarme. Hablaremos sobre el oeste, sobre literatura, sobre ti. Ahora iremos por un rato a la posada y de allí a casa.
Irmov no se atrevió a rechazar la invitación, venció la cortesía. “Al fin y al cabo será curioso ver de cerca de este hombre, qué puede haber quedado de humano en él…”
Se echaron a caminar y entraron en una fonda espaciosa. Alrededor de las mesas gastadas y sin manteles estaban sentados campesinos en grupos. Un fuerte olor a aguardiente llenaba la nariz delicada del señor de Sofía. Involuntariamente hizo una mueca.
─Aquí tienes el olor nacional ─dijo sonriendo Linovski─. No es tan agradable como lo describen ustedes en sus novelas.
Del costado derecho de la fonda una puerta conducía al almacén colado de las más variadas mercaderías, tiradas desordenadamente. Por otra puerta se veía el patio. Al lado de las escaleras descansaban tranquilamente unos cuantos cerdos bien gordos. Más allá dos hombres echaban al suelo un buey; un tercero tenía en la mano un filoso cuchillo de poco tamaño. Luego la mano con el cuchillo se perdió en la garganta del buey. Terribles convulsiones sacudieron el cuerpo del animal, sus patas golpeaban rabiosamente a tierra y estiraban las sogas. El animal moría lentamente, con los ojos abiertos, con plena conciencia de la violencia consumada, sin sospechar que sus hermanos de occidente ni siquiera alcanzaban a sentir la agonía de la muerte. Irmov desvió involuntariamente la mirada. Linovski miraba con tranquilidad al animal y de pronto se dio vuelta hacia Irmov.
─No se parece a tus héroes. Esta es la vida. La realidad es brutal… no es artística, pero el honorario es más grande, mucho más grande que el tuyo. ¿Ves allí aquella cerda estirada en el barro, como si estuviera en el hotel “Royal”? ¿Sabes que por ella recibí un premio mayor que el que tú por tu último drama en el concurso? Perdóname la comparación, pero es así. El ambiente no es poético, pero para mí vale el resultado. La plata es la misma, sea recibida por una novela sentimental como por la limpieza de los servicios. Eh, la gente no quiere entender estas cosas y por ello hay desgraciados. Sé que tú tienes otro punto de vista: para ustedes el dinero también tiene su biografía y por ello ha de ser ganado limpiamente, noblemente. Pero el mundo es tal que el trabajo sucio trae más, porque de él no se ocupa cualquiera.
Poco tiempo después salieron de la posada y marcharon hacia la cas de Linovski.
Irmov observaba de perfil a su compañero, extrañado de su tranquilidad, despreocupación y alegría.
“¿Acaso no siente nada? ¿Acaso ha olvidado todo? ¿Acaso la compañía de los cerdos ha matado en él todo lo humano?...”
Llegaron a la casa, subieron al segundo piso, pasaron por un largo corredor y entraron en el espacio del comedor. La habitación estaba amueblada según la moda de Sofía: gran mesa cuadrada, sillas altas de madera, un gran aparador junto a la pared. Sobre la mesa había, aquí y allá, cubiertos y en el centro diferentes botellitas con aguardiente y coñac y distintas clases de bocadillos.  A través de la puerta abierta del comedor se veía el salón: en un rincón se divisaba el piano, encima el retrato del rey y en las demás paredes cuadros con paisajes. Por todas partes había muebles tapizados, algunos hasta sin fundas. Irmov quedó asombrado. Él había visto casas mejor arregladas que esta, pero no aquí, sino en el extranjero. Sin saber por qué, se sintió algo incómodo. Linovski captó su pensamiento.
─¡Te extrañas, cierto! ¿Será este el mismo Linovski a quien en Europa ustedes no prestaban ni cincuenta centavos, porque sabían que no se los iba a devolver? Pero qué vale todo esto en comparación con tu destino: gloria, inmortalidad, monumentos… No te extrañes: de cualquier modo nosotros también somos algo en la vida, aunque haciendo las cosas sólo con la izquierda.
─Izquierda que se vale de muchos pares de manos derechas ─dijo sonriente Irmov─. Yo no hubiera podido acumular todo esto ni en cien años.
─Ustedes todo lo transforman en pensamiento y en imágenes, pero nosotros cambiamos por diez centavos todo nuestro seso.
En ese momento se oyó en el comedor un  ruido como si un destacamento de soldados asaltara la habitación. La puerta se abrió estrepitosamente y entraron uno tras otro, respirando pesadamente, los chicos de Linovski.
─Como ves, no sólo cerdos criamos ─dijo risueñamente.
Los chicos rodearon a su padre, mirando con curiosidad al visitante.
─Digan “buen día” al señor.
Los chicos fueron, uno tras otro, y tendieron sus manitas a Irmov, muy seguros de sí mismos.
─Muchachos lindos y sanos ─dijo Irmov.
─Viven en plena libertad y… la paliza está prohibida. Yo también tengo mis principios. La criatura no debe ser asustada a fin de que luego no tenga miedo a nadie en la vida. Los estudios no les atraen mucho. Yo tampoco los hago esforzar, pero los cursos secundarios terminarán todos. Después separaré las ovejas de las cabras: mandaré algunos al extranjero, otros quedarán a mi lado. Sólo que no serán empleados, no tienen necesidad; yo desde ya les voy a asignar la pensión a cada uno. ¡Oye, Ivancho, ven aquí!
Uno de los chicos se acercó al padre.
─Ivancho, ¿quieres ser oficial?
─¡No quiero, papá!
─¿Y empleado?
─No quiero.
─¿Maestro?
─No quiero, papá. Los maestros andan con los pantalones rotos.
─Entonces, ¿qué quieres ser?
─Comerciante, papá, como tú.
─¿Por qué?
─Porque todos vendrán a pedirme plata, pero yo no se la daré a nadie.
Linovski se puso a reír e Irmov frunció el ceño
─Vamoa ahora, hijos, márchense de aquí ─dijo linovski─. Ustedes almorzarán hoy en su pieza y a la tarde Petar los llevará en carro a la hacienda, ¿quieren?
─¡Queremos, papá, queremos! ─Y en seguida los chicos desparecieron por el corredor.
─Disciplina y humanidad… sin violencia y sin sentimentalismo.
─¿Sabes que tu modo de educar es un poquito original? Matas en los chicos toda especie de humanidad. ¿Acaso desde ya los estás preparando para prestamistas?
─Sigue, sigue no más… Conocemos esas teorías. Con ellas nos hubiéramos quedado en la calle, de no dejarlas a tiempo. En todo caso, sea lo que sea, yo creo que tú estarás de acuerdo en que no deseo el mal a mis propios hijos.
─Sí, pero tu teoría es falsa. La vida entibia hasta a los jóvenes más sentimentales y para ello no es necesario una escuela especial. Pero si tú empiezas desde ya a despertar en ellos esos instintos, serán bestias, caníbales.
─Yo no los preparo para misioneros. La vida es un jardín zoológico y si me lo preguntas, yo no puedo comprender para quién escribes tus obras. Yo he leído algunas de ellas y he visto alguna en escena. Y a decir verdad, no puedo comprender cómo gente sensata puede creer que cuando sea y donde sea, vendrá ese sueño en el cual tú sueñas.
─¿A volver entonces a lo primitivo los preparas?
─¡Para qué volver! ¿Acaso no nos hallamos ahora en esta condición? Escucha, Irmov, nosotros no nos comprenderemos, nosotros estamos creados de diferente barro. Tú no eres de este mundo y yo soy búlgaro de pies a cabeza con una panza grande por medio. Con ella estoy respirando, siento, vivo, y sé que algún día mis hijos me bendecirán. Tú dirás: “Eres rico, ellos están asegurados, ¿por qué los educas así?” ¡No es así, querido mío! En este mundo no hay nada seguro. Mira, tú no temas nada: nadie puede secuestrar tus sesos, pero hasta los edificios más sólidos desparecen cual humo al aparecer el juez. Tú no temas al juez, pero pregunta a toda la región, qué es más temible, la peste o él. Si mañana cierro los ojos todo se puede arruinar: aparecerán parientes, tutores, abogados, tribunales… Y nosotros conocemos muy bien estas cosas. Es por eso que les enseño desde ya a que sepan mostrar los dientes. ¡No olvides que vivimos en Bulgaria! ¡Pero basta ya! Ahora a cenar y primero a mandarse una copita: ¿qué tomas tú, coñac o grapa?
─Lo mismo da…
─¡Salud!... Aquí tienes bocadillos. No te incomodes. Estoy muy contento de que nos hayamos visto. Ya sé, ya sé… no te disculpes, a ti te sienta un poco mal este encuentro. Pero yo no me enfado contigo; así es el mundo. Cada uno tiene lo suyo: tú te asombras de mí, yo de ti. Mejor sería que nadie se asombrara de nada. No hay nada extraño en este mundo, ya que todo sucede. ¿Qué estás mirando ahí, en el salón? El piano… No vayas a creer que en casa donde hay piano hay también pianista. No hay tal cosa. Dirás, ¿por qué lo he comprado? Para la mujer, para los chicos… No creas. Lo compré así no más… de puro gusto: en toda la región se sabe que solamente en mi casa hay un piano.
En esto entró en el comedor una mujer joven, alta, bella. Linovski la presentó: era su mujer. “¡Qué belleza!”, pensó involuntariamente Irmov mirando de un modo maquinal a Linovski. Éste sabía que su mujer lo impresionaría y sonrió muy satisfecho. Sus ojos decían a Irmov: “Como ves, hasta en esto hemos elegido en la vida como es debido.”
Empezaron a cenar. Comieron, bebieron, y al terminar la cena Linovski estaba ya medio borracho. Hasta a blasfemar comenzó sin prestar atención a la presencia de su mujer. En la habitación contigua se oyó la voz de una criatura y la señora se fue apresuradamente. Linovski llenaba las copas, convidaba a Irmov y sin fijarse en que éste apenas rozaba la copa con los labios, vaciaba la suya hasta la última gota y seguía hablando. Paulatinamente se emborrachó. Su cara enrojeció, sus ojos ardían y en la mirada se dibujaba una franqueza desagradable.
─Yo sé… lo sé todo. No soy escritor, no soy sicólogo, pero ahora leo en tus ojos lo que piensas de mí. A ti te hablaron aquí de mí… te dijeron todo.
─Nadie me ha hablado de nada ─se disculpaba Irmov.
─A mí no me pasan, yo conozco a la gente, sólo que no escudriño en sus almas. ¿Para qué quiero sus almas? Un cuero de cabra vale más que el alma. No te hagas el inocente… tú sabes bien la historia del diploma y no te agrada estar conmigo, con el hombre que ha falsificado un documento, ¿no es cierto? Y tienes vergüenza de mí, pero yo no tengo vergüenza de nadie, ¿me oyes?, de nadie. En Bulgaria no hay de quién tener vergüenza, todos son pillos, cada uno en lo suyo. Solamente ustedes son en cierto modo cosa aparte: se alimentan de aire y gloria y no tienen necesidad de dinero. ¡Eh, mis queridos escritores! Ustedes son sicólogos… Conocen al hombre, pero no conocen al búlgaro; escriben obras, conocen la vida, pero no saben vivir. Todo el país te conoce; en Sofía te señalan con el dedo… enseñas a todo el mundo, pero una casa propia no posees. Yo sé que tú estás volando alto, que para ti soy un bicho pequeño y sucio, un piojo, que ahora a ti te da asco de escuchar y que si estás aquí es porque nadie te ve. En Sofía, al encontrarme doblarías por la primera calle. Pero, ¿has reparado alguna vez en mi vida? Toda Bulgaria gritó contra mí cuando se descubrió casualmente que mi diploma era falso: volaron telegramas por Europa, formaron prontuarios en la policía, en los tribunales, querían enterrarme vivo. Me enjuiciaron, pero la documentación se perdió, y se entiende que todos sospecharon de mí. ¿Por qué ocultarlo ahora? Lo robé yo. Y no solamente lo hubiera robado, no sólo eso haría: de no poder robarlo, prendería fuego a los tribunales, Sofía entera incendiaría. Eh, amigo, es fácil hablar así: honradez, ideas, principios, cuando has nacido de padres honrados, en pieza caliente, cuando desde los primeros grados ibas al colegio con guantecitos y botitas, en el secundario con reloj y billetera, y a Europa te ha llevado tu propio padre. Allá te ha acomodado personalmente en la pensión para que no se le descomponga el estómago al chico. ¡Y en cambio yo! Parece que ni bien nací salí desnudo a la calle y hasta la edad de diez años vagaba por los caminos empleándome en posadas, fondas, peluquerías. Luego apareció un tonto más juicioso que aceptó alimentarme y enviarme a la escuela. ¡Qué vida llevaba allí! Nunca hasta entonces había comido todos los días. Es verdad que loes estudios marchaban mal, pero de cualquier modo terminé el segundo año de la escuela secundaria. Luego me peleé con mi  benefactor y, ¿sabes por qué? Me acusó, el desgraciado, de que yo le había robado el collar de monedas de oro de su mujer. No soy de esa gente que oculta cosas… Ahora le estoy pelando el cuero a toda la  región, puedo arrancar la criatura del pecho de la madre, si es que tengo que cobrar, estoy envenenando a la región con vino falsificado, a mis obreros les doy de comer carne podrida… Soy pillo, burro, cerdo, más grande que aquel que viste en la posada, pero… el collar no lo robé. No es que no tuviera necesidad de dinero y tampoco que no supiera dónde se hallaba el collar… no, pero en aquel entonces yo era bestia como tú. Tenía principios todavía: que el robo era crimen y el doblarme de hambre, una hazaña. Lo abandoné y me puse de empleado. En mi tiempo a los empleados los miraban como ahora a ustedes los escritores. Solo que les pagaban. En dos años tenía zapatos de charol y bastoncito, hasta tenía guardado un poco de dinero. Más tarde, gracias a los consejos de unos amigos del colegio resolví ir al extranjero a estudiar derecho. En aquel entonces recibían de estudiantes a gente de toda calaña. Fui, me anoté y estudié año y medio. Me faltaba otro tanto para terminar, pero me había comido el dinero hasta el último centavo. Ustedes, que han estado en Europa cinco y diez años y recibían dinero por correo cada mes, ¿tienen acaso alguna idea de lo que es quedarse sin un centavo? Escribir a todo el mundo y no hallar quien te envíe ni un centavo. En aquel entonces ustedes me despreciaban porque no tenía plata ni siquiera para comprarme tabaco; ahora me odian porque tengo mucho dinero, porque puedo comprarlos a todos. ¡Me odian y me envidian! Tú también me envidias. Pero dirás que los he ganado con villanía… Aunque así fuera, ¿sabes qué cosa es la villanía?... No, tú no sabes… Esto también es talento nacido con el hombre, como tu talento. Uno nace escritor talentosos, otro villano. ¿Entiendes?
Cesó por un minuto,  se sirvió vino, lo tomó, se limpió los labios y prosiguió aún más nerviosamente:
─Recuerdo como si fuera ayer; tres días sin comer nada y recién entonces por primera vez se me ocurrió la idea de que a pesar de estudiar derecho no existe justicia en este mundo. Anduve en Europa vagando por todas partes en busca de pan y trabajo, y apenas comía. Y un buen día, sin ningún remordimiento de conciencia, fabriqué mi diploma. Y a decir verdad lo merecía más que muchos otros. Yo hasta ahora llevo a cabo mis pleitos; a los abogados no les doy ni un centavo. Y mis pleitos son viles por todos lados: arruiné a los más destacados pillos de aquí. Al pasar por la calle no hay hombre que no tiemble  delante de mí. Me he metido a todo el mundo en la cabeza, en el alma y en los bolsillos, y duermo tranquilo como un recién nacido. No padezco de insomnio, no pierdo el apetito. ¿Por qué me miras así, Irmov? ¿Te asombras, no crees? ¿Te parece que estoy bromeando, que me doy importancia, que estoy hablando así porque estoy borracho? En verdad que el vino me ha desatado la lengua, pero yo pienso así siempre. ¡Qué raro eres, hombre! ¿Por qué me clavas así los ojos, mirándome como si te hubieras subido a la torre de Eiffel? Ustedes no son para eso… no son: con suma facilidad pierden la cabeza y… te caerás. Y en vano ustedes se hacen ilusiones de que en este mundo son no sé qué predestinados, que han nacido especialmente para arreglarlo. ¡Palabras! No es así, Irmov. Y no solamente tú; ni Ibsen, ni Tolstoi arreglaron el mundo. Pero yo arreglé a Bulgaria y otros como yo, porque yo soy la fuerza, el poder. Y aplastaré todo lo que se atraviese en mi camino. Ahora yo estoy entre los cerdos, mañana me verás en el Parlamento. Crearé leyes y me obedecerás, y no yo a ti. Y tú escribe todo lo que quieras en tus obras, si no tienes otra cosa que hacer.
Sus ojos ardían. El rostro se le ponía sombrío. Un fuego peligroso vagaba en su mirada, como si reviviera de nuevo todos sus sufrimientos, amenazando a alguien a causa de ellos.
A Irmov se le hizo todo esto repulsivo: Linovski, el ambiente, y la cena.
Sentía vómitos, como si hubiera comido algo podrido. Sintió un infinito deseo de salir de allí.
─Eh, ya es tiempo, Linovski ─dijo con una sonrisa forzada, levantándose acto seguido.
Linovski volvió en sí:
─¿Cómo? ¿Ya te marchas? Te he fastidiado, te he ofendido… Sientes vergüenza por mí, ¿no es cierto? Estás arrepentido de haber venido, pero no me hagas caso. Al fin y al cabo no soy yo quien te hará pensar de otra manera. Pero cuando vaya a Sofía no huyas de mí: algún día puede ser que me necesites. Y, a decirte la verdad, si yo hubiera tratado de ser como tú, seguramente hasta el presente sería un empleaducho en alguna parte, pensando que Bulgaria ha sido creada para todos, menos para mí.
─Eh, adiós ─dijo Irmov.
─¡Adiós! Y a ver si cuando vayas a Sofía escribes algún folletín sobre las majaderías provinciales; insúltame de lo lindo para ejemplo de la generación joven. Pero envíame el diario, no me enojaré contigo. Yo me conozco muy bien, y si naciera de nuevo viviría también así. Y , sin ánimo de ofenderte, Irmov, si me llego a enterar de que mis hijos escriben versos, les cortaré las manos. ¡Adiós!
Al día siguiente Irmov abandonó la ciudad.
Sentado en el coche se esforzaba por pensar en su nueva novela, hacía pasar por su mente las sombras de los búlgaros sanos y limpios de antaño, pero involuntariamente tenía ante sí al borracho Linovski y en sus oídos aún resonaba su voz desagradable.
Llegaron a la estación. Irmov se acomodó en el tren.  Pero, también allí, arrellanado en el asiento, no pensaba en Sofía, donde lo esperaban esposa, amigos, la literatura, sino que frente a sus ojos estaba la imagen viva de su antiguo condiscípulo.
Se aproximaba Sofía.
El tren entró en la estación. Irmov descendió. En el andén lo esperaba su mujer.
Por primera vez tuvo la conciencia de que ella no  era tan bella, no le era tan querida como lo creía antes. Y, cosa que nunca observó, que su abrigo estaba un poco gastado.
Sentáronse en el coche y llegaron a su cas. Irmov entró en su gabinete, una pequeña pieza baja, con una mesa común apoyada en la pared, libros y folletos desparramados en desorden sobre ella. Sin saber por qué se sentó junto a la mesa, pensativo.
─¡Kole! ─oyó la voz de su mujer─. Ven, la cena está lista.
─¡Ahora! ─gritó extrañamente nervioso.
Y de nuevo ante él apareció el gran patio y en él, sonriendo anchamente, muy satisfecho de sí, Linovski… A su lado una mujer joven, bella, esbelta, sonriente… Y al lado de ellos se veía un cerdo parado sobre sus patas traseras, mostrandolos dientes, como si junto con sus dueños se riera de Irmov por alguna causa.

 







  

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