16 septiembre, 2009

De vuelta al drama


Bernard-Marie Koltès
De vuelta al drama

Tenía un pie puesto en la cloaca y otro en la más bella poesía francesa, dice el comentarista madrileño Haro Tecglen del “mejor autor teatral de las últimas décadas del siglo pasado”, Bernard-Marie Koltès, nacido en Metz, 1948, virtualmente fulminado por el sida a los 41 años de edad. Escribió una escena de Roberto Zucco al informársele cuantos días de vida le restaban.
¿El drama que le ocupa?: la irrupción del tercer mundo en la sociedad industrializada occidental, según Heiner Müller. Hay una impotencia del desamparo fatal en el acorralado negro Alboury de Combat de nègre et de chiens sin esclusas, sin válvula de escape salvo, acaso, las palabras.
En el teatro de Koltès el escenario es hostil, inamovible, y la acción misma se congela. Sólo el diálogo, escueto como el escenario, nos va hundiendo cada vez más en el inexorable drama de la consumición del acto y de la esperanza.
Que toma el pulso de la realidad de su tiempo, es un hecho que lo acerca y distancia, paradójicamente, de los autores decimonónicos hasta el célebre isabelino. Koltès ha repudiado en Beckett y Genet lo abstracto, lo ambiguo, lo metateatral de los espacios. Y en general, el teatro no es para él (declara ir al teatro dos o tres veces al año), una farsa. “Como escritor, las experiencias teatrales no me sirven”.
Decir hoy que el arte se ha banalizado es un aserto trivial. De bufones se viene abajo el tinglado. Esto, diría Salomón, también es vanidad y aflicción de espíritu. Por eso no vamos más al teatro.
Me permito transcribir de escenicas.univalle.edu.co/douglas/zucco.htm una sinopsis de Roberto Zucco, así como el comentario de Koltès:

Roberto Zucco es la obra de un asesino, de un enfant criminal. La obra se compone de 15 escenas en su mayoría muy cortas, con momentos precisos, casi físicos, corporales, suscitando una poética fractal. La composición dramatúrgica está habitada por elementos que fascinan en la composición de un drama, puesto que se encuentran “leitmotiv”, palabras, temas, objetos, pequeños acontecimientos. De esa manera la muerte es un móvil que está presente en casi todas las escenas, y eso desde el principio. Cada escena sugiere el peligro, cada escena es verdaderamente sugestiva.

“En febrero de este año, vi en un afiche en el metro, el aviso de la búsqueda del asesino de un policía. Estaba fascinado por la foto de la cara. Poco después, veo por televisión al mismo muchacho, quien, apenas encarcelado, se escapó de las manos de la policía, subió al techo de la prisión y desafió al mundo. […] Su nombre era Roberto Succo (sic): había matado a sus padres, a la edad de quince años, luego volvió ‘razonable’ (sic) hasta la edad de veinticinco, cuando bruscamente desvaría de nuevo. […] Es la primera vez que me inspiro de (sic) una página amarillista, pero eso no era una página amarillista. Succo (sic) tiene un trayectorio (sic) de una pureza increíble”. B-M K.

La originalidad de su visión salta a cada instante, matizada por una franca exposición que desenmascara la parodia humana:
Nunca me gustaron las historias de amor. Casi no dicen nada. No creo en la relación amorosa en sí misma.(…) En realidad las relaciones que establecen los seres humanos entre sí son cínicas aunque teñidas de afectividad. Eso es lo que complica todo y al mismo tiempo proporciona argumentos que permitirían seguir escribiendo durante toda la vida. Lo verdaderamente interesante es captar la variación que existe entre cinismo y afectividad, entender cual es el juego de proporciones. No hay nada más cínico que las películas sentimentales; yo prefiero el cinismo manifiesto.”

No deseo extenderme demasiado en esta ocasión. Antes de obsequiarles con fragmentos seleccionados de Combate de negro y de perros, les brindo esta cariñosa declaración de amor a cargo de Eduardo Haro Tecglen.
“Me encanta perderme por los cementerios de París. Yo paseaba una fría mañana de invierno por el de Montmartre, en la falda de la colina y con el Sacré Coeur de majestuoso decorado, a la búsqueda de la tumba de Louis Jouvet. Atareado como estaba en este menester, no me di cuenta de que estaba pisando una lápida de mármol gris. Era su tumba. El corazón me dio un vuelco del que todavía no me he repuesto. Por esa razón secuestré el nombre de su personaje para presentarme ante vosotros”, declara Eduardo Haro Tecglen.
Stanislas Valois Aragon

Combate de negro y de perros
PERSONAJES
HORN: sesenta años; capataz.
ALBOURY: un negro que ha entrado misteriosamente en el campamento.
LÉONE: una mujer que Horn ha llevado allí.
CAL: alrededor de los treinta; ingeniero.
ESPACIOS
EL CAMPAMENTO, rodeado de empalizadas y torres de control, donde viven los encargados y donde está almacenado el material:
─ una mata de buganvillas; una camioneta aparcada debajo de un árbol
una galería, con mesa y mecedoras, whisky
la puerta entreabierta de uno de los bungalows.
La OBRA: un río la atraviesa; un puente inacabado; a lo lejos, un lago.


I
Detrás de las buganvillas, al atardecer.

HORN:
Ya me pareció ver, de lejos, a alguien detrás del árbol.
ALBOURY:
Soy Alboury, señor; vengo a buscar el cuerpo; su madre había ido a la obra a tapar con ramas el cuerpo, y nada, señor, su madre no encontró nada; y se pondrá a dar vueltas toda la noche por el pueblo, gritando, si no le dan el cuerpo. Una noche espantosa, señor, no podrá dormir nadie por culpa de los gritos de la vieja; por eso estoy aquí.
HORN:
¿A usted, quién le ha enviado: el pueblo o la policía?
ALBOURY:
Yo soy Alboury y he venido a buscar el cuerpo de mi hermano, señor.
HORN:
Algo espantoso, si, una maldita caída, un maldito camión que iba a toda marcha; al conductor lo sancionarán. Los obreros son imprudentes, a pesar de las órdenes estrictas que reciben. Mañana tendrá usted su cuerpo; deben de habérselo llevado a la enfermería para arreglarlo un poco y presentarlo más correctamente a la familia. Expréseles mi más sentido pésame. Reciba usted mi más sentido pésame. ¡Qué desgracia!
ALBOURY:
Desgracia sí, desgracia no. Si no hubiera sido obrero, señor, la familia habría enterrado la calabaza en la tierra, diciendo: una boca menos para mantener. Porque es una boca menos que mantener, ya que van a cerrar la obra y, dentro de poco, habría dejado de ser obrero, señor; así que pronto habría sido una boca más que mantener, así que es una desgracia por poco tiempo, señor.
HORN:
A usted, no le había visto nunca por aquí. Venga a tomar un whisky, no se quede ahí, detrás del árbol, apenas puedo verle. Venga y siéntese a la mesa, hombre. Aquí, en la obra, las relaciones con la policía y las autoridades locales son excelentes, y me enorgullezco de ello.
ALBOURY:
Desde que empezó la obra, en el pueblo se habla mucho de usted. Por eso me dije: ésta es la ocasión de ver al blanco de cerca. Aún me quedan muchas cosas que aprender, señor, y le dije a mi alma: ve corriendo a mis oídos y escucha, ve corriendo hasta mis ojos y no te pierdas nada de lo que vas a ver.
HORN:
Sea como sea, se expresa usted admirablemente en francés; aparte del inglés y otras lenguas, claro está; todos ustedes tienen un don admirable para las lenguas, aquí. ¿Es usted acaso funcionario?, porque tiene toda la talla de un funcionario. Además, sabe más cosas de las que dice. Y, al fin y al cabo, todos son cumplidos.
ALBOURY:
Son útiles, para empezar.
HORN:
Qué raro. El pueblo suele enviarnos una delegación y las cosas se arreglan en seguida. Suelen ser más aparatosas, pero se acaban pronto: ocho o nueve personas, ocho o nueve hermanos del muerto; tengo por costumbre ser rápido en los tratos. Qué pena me da su hermano; aquí todos se llaman “hermanos”. La familia quiere una indemnización; y se la daremos, cómo no, a quien le corresponda, si no exageran. Ahora bien, a usted no le había visto nunca antes, estoy seguro.
ALBOURY:
Yo sólo he venido por el cuerpo, señor, y no me iré de aquí hasta que lo tenga.
HORN:
El cuerpo, sí, sí, sí; mañana lo tendrá usted. Perdóneme si estoy algo nervioso; tengo muchos quebraderos de cabeza. Acaba de llegar mi mujer; lleva no sé cuántas horas arreglando sus cosas, ni siquiera sé que opina de todo esto. ¡Una mujer aquí, menudo trastorno! No estoy acostumbrado.
ALBOURY:
Es una cosa muy buena, una mujer aquí.
HORN:
Me acabo de casar hace poco; muy muy poco; bueno, está bien, se lo diré: todavía no está consumado del todo, me refiero a las formalidades. Pero da igual, ¡vaya trastorno, señor, eso de casarse! Yo no estoy nada acostumbrado a este tipo de cosas; me dan muchos quebraderos de cabeza, y ver que no sale de la habitación esa me pone nervioso; está ahí está ahí, horas y horas arreglando sus cosas; tomemos un whisky mientras la esperamos, se la presentaré; haremos una fiestecita y así se queda usted también. Venga a la mesa, hombre; ya casi no hay luz, aquí. Es que no tengo la vista muy fina, ¿sabe usted? Venga que le vea.
ALBOURY:
Imposible, señor. Mire los guardias, mírelos, ahí arriba. Vigilan el campamento tanto por dentro como por fuera, me están mirando, señor. Si ven que me siento con usted, desconfiarán de mi; ellos dicen que hay que desconfiar de una cabra viva en la guarida del león. No se enfade por eso que dicen: ser un león es mucho más digno que ser una cabra.
HORN:
Y sin embargo, le han dejado entrar. Se necesita un permiso, por regla general, o ser representante de una autoridad; lo saben perfectamente.
ALBOURY:
Lo que saben es que no se puede dejar a la vieja gritando toda la noche y aún mañana ; que hay que calmarla, que al pueblo no se le puede dejar en vela, y que hay que complacer a la madre devolviéndole el cuerpo. Ellos saben perfectamente por qué estoy aquí.
HORN:
Ya haremos que se lo entreguen mañana. Es que ahora tengo la cabeza a punto de estallar, necesito un whisky. ¡Que tontería que un viejo como yo se haya liado con una mujer! ¿verdad, señor?
ALBOURY:
Las mujeres no son ninguna tontería. Además, ellas siempre dicen que en las ollas viejas es donde se hace el mejor caldo. No se enfade por eso que dice. Es su manera de hablar, y eso a usted le dignifica.
HORN:
¿Casarse también?
ALBOURY:
Casarse sobre todo. Hay que pagarles lo que valen y atarlas bien atadas en seguida.
HORN:
Pero, ¡qué inteligente es usted! Me parece que está punto de salir. Venga, venga, charlemos un rato. Mire, ahí están los vasos. No iremos a quedarnos detrás del árbol este a oscuras. Vamos, venga conmigo.
ALBOURY:
No puedo, señor. Mis ojos no soportan la luz tan grande; pestañean y se enturbian; no están acostumbrados a esas luces fuertes que ponen ustedes de noche.
HORN:
Venga, venga y la verá.
ALBOURY:
Ya la veré de lejos.
HORN:
Me estalla la cabeza, señor mío. Pero, ¿qué puede estar arreglando tantas horas? Voy a ir a que me diga qué opina de todo esto. ¿Sabe usted ya la sorpresa? ¡Cuántos quebraderos de cabeza! Voy a hacer un castillo de fuegos artificiales esta noche; quédese; es una locura que me ha costado una fortuna. Y además tenemos que hablar del asunto. Si: muy buenas, las relaciones con las autoridades; me las he metido a todas en el bolsillo. Cuando pienso que está detrás de esa puerta, ahí, y que todavía no sé lo que opina… y si es usted un funcionario de la policía, pues mucho mejor; ¡me encanta tener trato con ellos! África debe provocarle una impresión brutal a una mujer que no ha salido nunca de París. Lo del castillo de fuegos, le va a dejar con la boca abierta. Y veremos qué se ha hecho de ese dichoso cadáver. (Sale.)

IV
HORN:
(Yendo hacia Alboury, debajo del árbol). No llevaba el casco, me acabo de enterar ahora mismo. ¿Qué le decía yo de la imprudencia de los obreros?; ya me lo imaginaba. Sin casco: eso nos libra de toda responsabilidad.
ALBOURY:
Que me den el cuerpo sin el casco, señor, que me lo den tal como está.
HORN:
Pero yo venía a decirle: le ruego que tome una decisión. O se larga o se queda, pero no ahí, escondido en la oscuridad, detrás del árbol. Es exasperante notar que hay alguien. Si quiere usted venir con nosotros a la mesa, pues venga usted, no le digo que no; pero si no quiere, váyase por favor; le atenderé mañana por la mañana en la oficina y examinaremos el caso. Ahora que lo pienso, prefiero que se vaya. Que conste que yo no le he dicho en ningún momento que no quiera servirle un vaso de whisky; no le he dicho eso ni mucho menos. Entonces, ¿en qué quedamos?, ¿se niega usted a tomar un whisky con nosotros?, ¿no quiere ir al despacho mañana por la mañana? Entonces, ¿qué?, decídase, señor mío.
ALBOURY:
Estoy esperando a llevarme el cuerpo, eso es todo lo que quiero; y le digo: si tengo el cuerpo de mi hermano, me voy.
HORN:
¡Y dale con el cuerpo! No llevaba casco, su cuerpo; hay testigos; pasó por la obra sin casco. No sacarán ni un céntimo, dígales eso, señor.
ALBOURY:
Se lo diré al llevarles el cuerpo, sin casco, sin un céntimo.
HORN:
Piense un poco en mi mujer, señor. Los ruidos, las sombras, los gritos, todo es tan espantoso aquí para el que acaba de llegar. Mañana ya se habrá acostumbrado, ¡pero esta noche! Acaba de llegar, y si además de eso, detrás del árbol ella ve, o entrevé o intuye a alguien… ¿No se da usted cuenta? Se horrorizará. ¿Quiere usted aterrorizar a mi mujer, señor mío?
ALBOURY:
No, eso no es lo que yo quiero; lo que quiero es devolver el cuerpo a la familia.
HORN:
Dígales esto, señor: que le entregaré a la familia ciento cincuenta dólares. A usted le daré doscientos, para usted; mañana se los daré. Es mucho. Pero es con toda probabilidad el último muerto que tendremos en la obra; ya está, ¿vale? Bueno, venga, lárguese.
ALBOURY:
Eso mismo les diré: ciento cincuenta dólares; y me llevaré el cuerpo.
HORN:
Dígales eso, sí, dígaselo, que es lo que les interesa. Ciento cincuenta dólares les taparán la boca. En cuanto a lo demás, créame, no les interesa ni lo más mínimo. ¡Tanto cuerpo y tanto cuerpo, ja!
ALBOURY:
A mí sí que me interesa.
HORN:
Haré que lo saquen de aquí.
ALBOURY:
No pienso irme.
HORN:
¿No ve que va asustar a mi mujer, señor?
ALBOURY:
Su mujer no tendrá miedo de mí.
HORN:
Claro que sí: ¡una sombra, alguien! Mire que al final voy a hacer que le disparen los guardias, ¡eh! Sí, eso es lo que voy a hacer.
ALBOURY:
El escorpión, cuando lo matan siempre vuelve.
HORN:
Señor, que se está pasando de la raya; ¿qué está diciendo? Hasta ahora, me he estado comportando como Dios manda. ¿Me he pasado yo de la raya?... Tiene que admitir que es usted especialmente difícil; es imposible negociar con usted. Haga un pequeño esfuerzo por su parte. Ea, pues, quédese, quédese, ya que parece que lo está deseando. (En voz baja.) Yo ya sé que los del misterio están hechos una furia. Pero compréndame usted, yo no intervengo en las decisiones de las altas esferas: un insignificante capataz no toma ninguna decisión; no tengo ninguna responsabilidad. Además tienen que entenderlo: los del gobierno sólo mandan y mandan y no pagan; hace ya meses que no pagan. La empresa no puede mantener las obras en marcha cuando el gobierno no paga; ¿lo entiende o no? Sé perfectamente que hay para quejarse: puentes inacabados, carreteras que no conducen a ninguna parte. Pero, ¿qué puedo hacer yo, eh? Y tanto dinero, tanto dinero, ¿a dónde ha ido a parar? Si el país es rico, ¿por qué los Bancos del Estado están vacíos? No le estoy diciendo nada de esto para agobiarle, pero ya me explicará a mí, señor.
ALBOURY:
Lo que dicen por ahí es que el palacio de gobierno se ha convertido en un antro de vicio; que traen champán de Francia y mujeres carísimas; que beben y follan todo el día y toda la noche, en los despachos de los ministerios, por eso están los bancos vacíos, eso es lo que me han dicho, señor.
HORN:
¿Qué follan?, ¡vaya, vaya…! (Ríe.) Se está burlando de los ministros de su propio país, ¡vaya, vaya…! ¡Me cae simpático usted, hombre! No me gustan los funcionarios, y mirándolo bien, no tiene usted pinta de funcionario. (En voz baja.) Entonces, si es así como usted dice, ¿cuándo piensan movilizarse los jóvenes?, ¿cuándo van a decidirse, con tantas ideas progresistas que están trayendo de Europa, a sustituir toda esa podredumbre, a tomar las riendas, a poner orden? ¿Llegaremos a ver algún día cómo se acaban los puentes y las carreteras? Quíteme la venda de los ojos, déme alguna esperanza.
ALBOURY:
Y también dicen que lo que traen de Europa es una pasión mortal: el coche, señor; que sólo piensan en eso; que juegan con él noche y día; que hasta morirían en él; que se han olvidado de todo lo demás; ése es el regreso de Europa; eso es lo que me han dicho.
HORN:
Los coches, sí; hasta Mercedes y todo; no hago más que verlos, cada día, conduciendo como locos; qué pena me da. (Se ríe.) Así, que ni en los jóvenes ve esperanza alguna, me cae usted realmente bien. Estoy convencido que vamos a entendernos.
ALBOURY:
Yo estoy esperando a que me devuelvan a mi hermano; por eso estoy aquí.
HORN:
A ver, explíquese. ¿Por qué insiste tanto en recuperarlo? ¿Cómo se llamaba ese hombre, que ahora no caigo?
ALBOURY:
Nouofia era su nombre conocido; y tenía otro secreto.
HORN:
Pero, vamos a ver, ¿qué le importa a usted su cuerpo? Es la primera vez que veo algo semejante; y eso que creía conocer bien a los africanos, con ese escaso valor que dan a la vida y a la muerte. Tendré que suponer, sin duda, que tiene usted una sensibilidad especial; pero bueno, no será el amor lo que le hace ser tan testarudo, ¿eh? ¡Eso del amor es cosa de europeos!, ¿eh?
ALBOURY:
No, no es el amor.
HORN:
Lo sabía, lo sabía. Ya he tenido tiempo de comprobar esa insensibilidad de ustedes. Y sepa que a muchos europeos les extraña; pero yo no la censuro; ahora bien, sepa que los asiáticos son aún peores. Bueno, a ver, por qué se pone usted tan testarudo por algo tan insignificante, ¿eh? Ya le he dicho que voy a indemnizarles.
ALBOURY:
A menudo, la gente insignificante quiere algo insignificante, muy simple; pero esa cosa insignificante, la quieren; nada les hará cambiar de idea; y hasta se dejarían matar por ella; e incluso cuando los hubieran matado, incluso muertos, seguirían queriéndola.
HORN:
¿Quién era él, Alboury, y usted, quién es usted?
ALBOURY:
Hace ya mucho tiempo, le dije a mi hermano: estoy sintiendo frío; él me dijo: porque hay una nubecita entre el sol y tú; le pregunté: ¿es posible que por esa nubecita yo me esté helando mientras que a mi alrededor, tan cerca de mí, la gente suda y el sol los abraza? Mi hermano me respondió: yo también me estoy helando; y así nos dimos calor el uno al otro.
Luego le dije a mi hermano: entonces, ¿cuándo desaparecerá esa nube, para que el sol también pueda calentarnos a nosotros?; me dijo: no desaparecerá, es una nubecita que nos seguirá siempre por todas partes, entre el sol y nosotros; y yo notaba que nos seguía por todas partes, y que, rodeados de gentes que se reían desnudos bajo el calor, mi hermano y yo nos helábamos y nos calentábamos el uno al otro.
Entonces mi hermano y yo, bajo la nubecita que nos privaba de calor, nos acostumbramos el uno al otro a fuerza de calentarnos. Si me picaba la espalda, ahí estaba mi hermano para rascármela; y yo le rascaba la suya cuando le picaba a él; cuando me ponía nervioso le mordía las uñas de las manos, y él mientras dormía me chupaba el dedo gordo de la mano.
Las mujeres que tuvimos se aferraron a nosotros y también se pusieron a tiritar; pero nos calentábamos al estar tan acurrucados bajo la nubecita, nos acostumbrábamos unos a otros, y el escalofrío de uno de los hombres repercutía de un extremo al otro del grupo. Llegaron las madres a unirse a nosotros, y las madres de las madres y sus hijos y nuestros hijos, una innumerable familia que ni los muertos se dejaba arrancar, sino que los manteníamos bien aferrados en medio de todos nosotros, por culpa del frío bajo la nube.
La nubecita subía a lo alto, a lo alto hacia el sol, privando de calor a una familia, cada vez más numerosa, cada vez más acostumbrado cada cual a cada cual, una familia innumerable hecha de cuerpos muertos, vivos y por nacer, indispensables cada cual a cada cual a medida que veíamos retroceder los límites de las tierras aún calientes bajo el sol.
Por lo tanto, vengo a reclamar el cuerpo de mi hermano que nos han arrancado, porque su ausencia ha roto esa proximidad que nos permite conservar el calor, porque, incluso muerto, necesitamos su calor para calentarnos, y él necesita el nuestro para conservar el suyo.
HORN:
Es difícil que podamos entendernos, señor. (Se miran.) Creo que, por mucho que nos esforcemos siempre será difícil convivir. (Silencio.)
ALBOURY:
Me han dicho que en América, los negros salen por la mañana y los blancos por la tarde.
HORN:
¿Eso le han dicho?
ALBOURY:
Si es verdad, señor, es una idea muy buena.
HORN:
Y usted, ¿lo cree así?
ALBOURY:
Sí.
HORN:
Pues no, es una idea malísima. Al contario, hay que cooperar, señor Alboury, hay que obligar a la gente a cooperar. Eso es lo que yo pienso.
¿Sabe una cosa, mi querido señor Alboury?, le voy a dejar ahora mismo con la boca abierta. Tengo un fabuloso proyecto personal que todavía no he revelado a nadie. Usted será el primero. Ya me dirá luego lo que le parece. Es sobre esos famosos tres mil millones de seres humanos que dan tanto que hablar: yo he calculado que metiéndolos a todos en casas de cuarenta pisos ─cuya arquitectura tendría que definirse, ahora bien, cuarenta pisos nada más, lo que ni siquiera llegaría a la Tour Montparnasse, señor mío─ en apartamentos de planta mediana, me salen cuentas razonables; que todas esas casas constituyan una ciudad, y digo bien: una sola, cuyas calles medirían diez metros de ancho, lo cual es más que correcto. Pues bien, esta ciudad, señor, ocuparía la mitad de Francia, ni un quilómetro cuadrado más. Todo el resto sería libre, completamente libre, puede usted comprobar los cálculos, los he hecho una y mil veces, son absolutamente exactos. ¿Le parece estúpido mi proyecto? Sólo se tendría que elegir el emplazamiento de esta única ciudad, y el problema quedaría resuelto. Se acabaron los conflictos, se acabaron los países ricos y los países pobres, todo el mundo bajo la misma insignia y las reservas para todo el mundo. Ya ve usted, Alboury, yo también soy un poco comunista, a mi manera.
Francia me parece ideal: es un país cálido, con muchas aguas, sin desproporción en el clima, la flora, la fauna, los riesgos de enfermedad; ideal, Francia. Podría construirse, por supuesto, en la parte sur, la más soleada. Ahora que a mi me encantan los inviernos, esos buenos inviernos de verdad tan secos; usted no sabe lo que es un buen invierno seco de verdad, señor. Así pues, lo mejor sería construir esa ciudad a lo largo, de los Vosgos a los Pirineos, siguiendo los Alpes; los amantes del invierno irían a la región del antiguo Estrasburgo y los que no soportan la nieve, los tísicos y los frioleros se dirigirían hacia las zonas resultantes de haber arrasado Marsella y Bayona. El último conflicto de esta humanidad sería un debate teórico entre los encantos del invierno alsaciano y los de la primavera de la Costa Azul. En cuanto al resto del mundo, señor mío, sería la reserva. África libre, señor; se explotaría sus riquezas, su subsuelo, la tierra, la energía solar, sin molestar a nadie. Y África sola bastaría para alimentar a mi ciudad generación tras generación, antes de que se tuviera que meter las narices en Asia y en América. Se aprovecharía al máximo la técnica. Se lleva a un mínimo estricto de obreros, por turnos, bien organizado, una especie de servicio cívico; y ellos traen el petróleo, el oro, el uranio, el café, los plátanos, todo lo que usted quiera, ¡sin que ningún africano tenga por qué aguantar la invasión extranjera, ya que han dejado de estar allí! Sí, Francia sería hermosa, estaría abierta a los pueblos del mundo entero, todos los pueblos mezclados deambulando por las calles; ¡y África sería bella, generosa, estaría vacía sin sufrimiento amamantando al mundo! ¿Se está tomando a risa mi proyecto? Pues es una idea mucho más fraternal que la suya, señor mío. Así quiero creerlo, señor, y así seguiré haciéndolo.
Se miran; se levanta el viento.

V
En la galería
CAL:
(Al ver a Léone, grita:) ¡Horn! (Bebe.)
LÉONE:
(Con la flor en la mano.) ¿Cómo se llaman estas flores?
CAL:
¡Horn!
LÉONE:
¿Sabe usted dónde podría encontrar algo de beber?
CAL:
¡Horn! (Bebe.) ¡Qué coño estará haciendo!
LÉONE:
No lo llame, no se moleste, ya encontraré algo yo solita. (Se aleja.)
CAL:
(Parándola) ¿Con estos zapatos piensas andar por aquí?
LÉONE:
¿Mis zapatos?
CAL:
Siéntate. ¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Te doy miedo?
LÉONE:
No. (Silencio. Ladridos del perro, a lo lejos.)
CAL:
En París no tienen ni idea de lo que son unos zapatos; en París no tienen idea de nada, y se inventan modas de cualquier cosa.
LÉONE:
¡Vaya, hombre!, lo único que me compro, y me dices eso. ¡Qué jetas, con lo que te clavan por dos tiritas de cuero! Y eso que son Saint-Laurent, de la boutique África. Ah, y carísimos, ¿eh? Uf, una locura.
CAL:
Tienen que ser cerrados y sujetar el tobillo. Con unos buenos zapatos uno aguanta lo que le echen, los zapatos son lo más importante. (Bebe.)
LÉONE:
Ya.
CAL:
¿No será el sudor lo que te molesta? Pues vaya una tontería; una buena capa de sudor te reseca las plantas y luego con otra y otra y otra se te hace una costra y te sirve de protección. Ah, y si lo que te molesta es el olor, pues nada, el olor despierta el instinto. Mirándolo bien, sólo conoces a las personas cuando conoces su olor; además es muy práctico, te das cuenta de qué van, todo resulta más fácil, es el instinto y se acabó.
LÉONE:
Sí, claro. (Silencio.)
CAL:
Tómate una copa, ¿por qué no bebes algo?
LÉONE:
¿Whisky? ¡Huy, qué va!, no puedo, las pastillas. Y que no tengo tanta sed.
CAL:
Aquí hay que beber, con o sin sed; si no te secas. (Bebe; silencio.)
LÉONE:
Tendría que coserme un botón. Siempre igual: con los ojales no hay tu tía. Demasiado complicado para mí. Paciencia sí que no, nada de nada. Siempre los dejo para el final y al final pues nada, pues eso: un imperdible. Todos los vestidos que me he hecho, hasta los más elegantes, te lo juro ¿eh?, llevan y llevarán para toda la vida un imperdible en el cierre. ¡Ay, qué panoli, ya verás el día que te pinches!
CAL:
A mí también me daba asco el whisky, antes; y bebía leche. Nada más que leche, te lo digo de veras; litros y litros, toneladas de leche, antes de viajar. Pero desde que viajo, ya ves: en la mierda esa de leche en polvo que te dan, en esa leche americana suya, en la leche de soja, te aseguro yo que no ha entrado ni un solo pelo de vaca. Así, a la fuerza te das a la mierda esta de bebida. (Bebe.)
LÉONE:
Ya.
CAL:
Por suerte, la mierda esta la puedes encontrar donde sea; esto sí que no me ha faltado en la vida, en ningún rincón del mundo. Y yo he viajado mucho, no creas que te engaño. ¿Tú has viajado?
LÉONE:
¡Huy, no!, ésta es la primera vez, nada más.
CAL:
Pues yo sí que he viajado, aunque me creas tan joven, créeme, créeme. He estado en Bangkok, en Ispahan, en el Mar Negro, en Marrakech y todo, Tánger, La Reunión, las Islas Caribe, Honolulú y hasta en Vancouver; en Chicutimi, en Brasil, Colombia, Patagonia, en las Baleares, en Guatemala; y al final llegué a la mierda ésta de África, ya ves. Dakar, Adbijan, Lomé, Leopoldville, Johanesburgo, Lagos; de lo peorcito, África, te lo digo yo. Pues nada, por todas partes o whisky o leche de soja; y nada de sorpresas, claro. Y eso que soy joven; bueno, pues te diré que un whisky se parece a un whisky, una construcción a una construcción, una empresa francesa a una empresa francesa; todo la misma mierda.
LÉONE:
Ya.
CAL:
No, no, qué va, esta empresa no es la peor, no me harán decir lo contrario, no, no. Al revés, puede que hasta sea la mejor. Sabe ocuparse de ti, te trata como es debido, te alimenta bien, te da buen alojamiento, en una palabra: es francesa; ya lo verás; no esperes que sea yo quien hable de ella, acuérdate de lo que te digo. (Bebe.) Esta no es como esas empresas italianas de mierda, u holandesas, alemanas, suizas y yo qué sé qué, que ya están invadiendo África, que es ya una auténtica casa de putas. No, la nuestra no es de ésas; no, la nuestra es como Dios manda. (Bebe.) No me gustaría ser italiano o suizo, créeme.
LÉONE:
Huy sí huy no.
CAL:
Bébete esto. (Le ofrece un vaso de whisky.)
LÉONE:
Pero, ¿dónde se ha metido? (Silencio.)
CAL:
(En voz baja.) ¿Por qué has venido aquí?
LÉONE:
(Se sobresalta.) ¿Por qué? Porque quería ver África.
CAL:
¿Ver… qué? (Pausa.) Esto no es África. Es una construcción francesa de obras públicas, baby.
LÉONE:
Pero aun así es…
CAL:
No. ¿Te interesa Horn?
LÉONE:
Nos tenemos que casar, sí.
CAL:
¿Casarse, con Horn?
LÉONE:
Sí, sí, con él.
CAL:
No.
LÉONE:
Pero, ¿por qué no paras ya de decir…? ¿Dónde está pichurrín?
CAL:
¿Pichurrín? (Bebe.) Si Horn no puede casarse, ya lo sabes, ¿verdad? (Silencio.) Supongo que ya te habrá hablado de…
LÉONE:
Sí, sí me hablo de ello.
CAL:
¿Así que te habló de aquello?
LÉONE:
Sí, sí, sí.
CAL:
¡Si que es valiente, Horn! (Bebe.) Quedarse un mes entero él solo con unos cuantos bubús, él solito, aquí; para vigilar el material durante su guerra de mierda… a mí, una putada así no me la hacen. ¿Así que te lo ha contado todo, su trifulca con aquellos granujas, lo de su herida… una herida horrorosa, la de Horn… y todo? (Bebe.) Pues, ¡sí que va lanzado, Horn!
LÉONE:
Sí.
CAL:
No. ¿Qué va a ganar con esto? ¿Sabes tú si tiene algo, sí o no?
LÉONE:
No, no lo sé.
CAL:
(Guiñándole el ojo.) Pero lo que no tiene, eso sí que lo sabes, ¿eh? (Bebe.) Qué mal huele toda esta historia. (La mira.) ¿Qué es lo que le interesa de ti? (Gritos de los guardias; silencio.)
LÉONE:
Tengo tanta sed…
Ella se levanta y ase aleja entre los árboles.

XI
En la obra, al pie del puente inacabado, cerca del río, en penumbra, Alboury y Léone.
LÉONE:
¡Tienes un pelo chulísimo!
ALBOURY:
Dicen que nuestro pelo es negro y muy rizado porque el antepasado de los negros, abandonado por Dios y luego por todos los hombre, se quedó a solas con el diablo, también abandonado por Dios, y entonces, éste le acarició la cabeza en señal de amistad y así fue como se nos quemó el pelo.
LÉONE:
Me encantan las historias del diablo; me encanta cómo las cuentas, tienes unos labios chulísimos; bueno, de hecho, el negro es mi color preferido.
ALBOURY:
Es un buen color para esconderse.
LÉONE:
Huy, ¿eso qué es?
ALBOURY:
El canto de los sapos búfalo; están invocando la lluvia.
LÉONE:
¿Y eso?
ALBOURY:
El graznido de los gavilanes. (Después de una pausa.) También se oye el ruido de un motor.
LÉONE:
Pues no lo oigo.
ALBOURY:
Yo sí.
LÉONE:
Debe de ser el ruido del agua o de cualquier otra cosa; con tantos ruidos es imposible aclararse.
ALBOURY:
(Después de una pausa.) ¿Has oído eso?
LÉONE:
No, ¿qué?
ALBOURY:
Un perro.
LÉONE:
Creo que no oigo nada. (Ladridos de perro, a lo lejos.) Pero si es un perrito faldero, un perrito de nada, se le nota en la voz; es un chucho y está muy lejos; ya ni se le oye. (Ladridos.)
ALBOURY:
Me está buscando.
LÉONE:
Pues que venga. A mi me gustan, les hago caricias, si les quieres no te atacan.
ALBOURY:
Son animales muy malos; en cuanto me ven me persiguen corriendo para morderme.
LÉONE:
¿Te dan miedo?
ALBOURY:
Sí, sí, me dan miedo.
LÉONE:
¡Un perrito de nada que ya ni se oye!
ALBOURY:
Si nosotros damos miedo a las gallinas, ¿por qué los perros no pueden darnos miedo a nosotros?
LÉONE:
Quiero quedarme contigo. ¿Qué quieres que haga yo allí con ellos? Me he despedido del trabajo, lo he mandado todo a paseo; he dejado París, huy huy huy, lo he dejado todo. Precisamente iba buscando a alguien para serle fiel. Y acabo de encontrarlo. Ahora ya estoy atada de pies y manos. (Cierra los ojos.) Creo que tengo un diablo en el cuerpo, Alboury; ignoro como se me ha metido dentro, pero aquí está, lo noto. Me acaricia por dentro, y ya estoy ardiendo y me siento ya toda negra por dentro.
ALBOURY:
Las mujeres hablan tan de prisa; me cuesta entenderlas.
LÉONE:
¿De prisa? ¿A esto le llamas tú de prisa?, cuando hace ya más de una hora que no pienso en nada más, una hora entera pensándomelo, y ¿no podía decir que va en serio, que hasta lo he meditado, que es definitivo? Dime lo que has pensado al verme.
ALBOURY:
He pensado: es una moneda que han dejado caer en la arena; por ahora, no brilla para nadie; yo puedo cogerla y quedármela hasta que la reclamen.
LÉONE:
Quédatela, nadie te la reclamará.
ALBOURY:
El hombre viejo me ha dicho que era suya.
LÉONE:
¿Pichurrín?; ¿así que es pichurrín lo que te estorba? ¡Dios mío!, si no le haría daño ni a una mosca, pobrecito. ¿Qué crees que soy yo para él?, sólo algo que le sirve de compañía, un caprichito, porque tiene dinero y no sabe como gastárselo. Y como yo no tengo, ¡ya ves qué suerte al encontrármelo!, ¡qué chorra tengo!, ¿verdad? ¡La cara que pondría mi madre, si se enterara…!; me diría: ay, qué tunanta eres, esa suerte sólo la tienen las actrices o las prostitutas; y mira por dónde, sin ser ni lo uno ni lo otro, me ha pasado a mí. Y cuando me propuso que fuera a buscarlo a África, sí, le dije, sí, sí, encantada; “Du bist der Teufel selbst, Schelmin!”
¡Si pichurrín es un vejete! ¡Y es tan amable!; no me exige nada, ¿sabes? Por eso me gustan tanto los viejos, normalmente les gusto a ellos. Me sonríen a menudo, por la calle, y yo estoy muy a gusto con ellos, me identifico mucho con ellos, siento sus vibraciones, ¿tú sientes las vibraciones de los viejos, Alboury? A veces, hasta parece que tenga prisa por ser vieja y amable; estaríamos de palique horas y horas, sin pedir nada a nadie, sin tener miedo de nada, sin criticar a nadie, lejos de la crueldad y de la desgracia. Oh, Alboury, ¿por qué los hombres son tan duros? (Leve crujido de una rama.) ¡Qué tranquilo es todo esto, qué delicia! (Crujidos de ramas, gritos indistintos a lo lejos.) ¡Aquí estamos tan bien!
ALBOURY:
Tú, sí; pero yo, no. Esto es un sitio de blancos.
LÉONE:
Un poquito más, venga, un minutito. Me duelen los pies. ¡Qué zapatos más horribles!, parece que me estén serrando los tobillos y los dedos. ¡Huy, es sangre!, ¿verdad? Mira, mira: una auténtica basura, tres trocitos de cuero mal hechos expresamente para trincharte los pies, y encima, la basura esta te vale un ojo de la cara; ¡buf! Huy, huy, así no me siento con ánimos de ir por ahí haciendo quilómetros.
ALBOURY:
Te habré tenido conmigo todo el tiempo que pueda.
(Ruido de la camioneta, cerca.)
LÉONE:
Se acerca.
ALBOURY:
Es el blanco.
LÉONE:
No te hará nada.
ALBOURY:
Me va a matar.
LÉONE:
¡No!
Se esconden; se oye la camioneta parándose, la luz de los faros ilumina el suelo.

XII
Cal, con un fusil en la mano, cubierto de un barro negruzco.
HORN:
(Surgiendo de la oscuridad.) ¡Cal!
CAL:
¿Jefe? (Ríe, corre hacia él.) ¡Ah, jefe, qué contento estoy de verte!
HORN:
(Con cara de asco.) ¿De dónde sales?
CAL:
De la mierda, jefe.
HORN:
Por Dios, no te acerques, me vas a hacer vomitar.
CAL:
Fuiste tú, jefe, quien me dijo que me las arreglara para encontrarlo.
HORN:
¿Y qué?, ¿lo has encontrado?
CAL:
Nada, jefe, nada. (Llora.)
HORN:
¿Y para no encontrar nada te has llenado de mierda? (Se ríe.) Dios mío, qué imbécil llegas a ser.
CAL:
No te metas conmigo, jefe. Fue idea tuya, y yo siempre apañándomelas solo. Fue idea tuya y ahora voy a coger el tétanos por tu culpa.
HORN:
Vámonos. Estás como una cuba.
CAL:
No, jefe, que quiero encontrarlo, que tengo que encontrarlo.
HORN:
¿Encontrarlo?, demasiado tarde, imbécil. Vete tú a saber en qué río estará ya flotando. Además, va a empezar a llover. Demasiado tarde. (…)
CAL:
Yo acribillo a balas a un bubú si me escupe, y no me equivoco al hacerlo, joder; porque si a ti no te escupen es gracias a mí, y no por lo que tú digas o dejes de decir, ni porque seas un cabrón. Yo disparo si él escupe, y tú tan tranquilo: porque dos centímetros más arriba y me daba en el pie, diez centímetros más y en el pantalón, y un poco más y en la cara. Y, ¿qué harías tú si yo no hubiera hecho nada?, ¿hablando y hablando con su gargajo en plena cara? Cabrón de mierda.
Porque aquí no paran de escupir, ¿y tú qué haces?: la vista gorda. Abren un ojo y escupen, abren el otro y escupen, escupen andando, corriendo, bebiendo, sentados, estirados, de pie, en cuclillas; entre bocado y bocado, entre sorbo y sorbo, cada minuto del día; los escupitajos acaban cubriendo la arena de la obra y de las pistas, penetran hasta el fondo, se hacen barro, y cuando los pisamos, las botas se nos hunden. Y, ¿de qué está compuesto un escupitajo? Vete tú a saber. De líquido, seguramente, como el cuerpo humano, un noventa por ciento. Pero, ¿de qué más?, ¿de qué, el otro diez por ciento?, ¿lo sabes tú…? El gargajo de bubú nos amenaza en serio.
Se juntan todos los gargajos de todos los negros de todas de todas las tribus de toda África de un solo día, abriendo pozos para que escupieran en ellos, canales, diques, esclusas, presas, acueductos; si se juntaran todos los torrentes de todos los gargajos que escupe la raza negra en todo el continente y que nos escupen a nosotros, se llegarían a cubrir las tierras emergentes del planeta entero con un mar de amenaza para nosotros; y así ya no quedaría nada más que los mares de agua salada mezclados con los mares de gargajos, y los negros como únicos sobrevivientes, nadando en su propio elemento. Lo que es yo, no les dejaría hacer eso, no; yo estoy a favor de la acción, soy un hombre. Cuando hayas acabado de hablar, Horn, cuando te hayas hartado, Horn…
HORN:
Déjame a mí primero. Si no consiguiera convencerlo…


CUADERNO DE NOTAS DE COMBATE DE NEGRO Y DE PERROS
De cómo Alboury se enfrentó con el primer perro
¿Acaso voy a tenerle miedo a un perro?, pensaba. De noche, era como una manchita blanca que corría hacia mí a hacia ti, Nouofia, ladrando como mil diablos. Unas veces, su voz me parecía tan horrible como la de un tigre, otras, delgada como la de un ratón, y no podía decir: es grande me escaparé, ni: es tan pequeño que con sola una patada puede irse a otro barrio como sus antepasados. Además, un perro pequeño puede tener una voz enorme, y un perro grande, con la voz delgadita. Pero la manchita blanca corría sin parar, y yo ya no sabía si tenía que elegir entre huir o enfrentarme con él; me quedaba mirándolo, pensando, porque el viento se había levantado de nuevo y yo ya estaba contigo Nouofia, en mi alma. Entonces, fue demasiado tarde para huir, y al final conocí la talla y la fuerza de mi enemigo.
Cuando lo tuve en frente de mí, cuando su aliento, tan rápido y tan breve, había contrarestado ya en mis oídos el prolongado soplo del viento, cuando por fin, nos miramos de hito en hito, me di cuenta de que era pequeño, como un escorpión, la manchita no había crecido desde que la ví correr del horizonte hasta nosotros. Tenía tanta sangre en los ojos, y el aliento tan agitado, que hasta se me quitaron las ganas de mandarlo a patadas a bailar el vals a otro barrio, insignificante barrio, con sus insignificantes antepasados; me daban ganas de reír al ver que no le quedaba ni un solo pelo por levantársele, y le pregunté: ¿así es como te pones cachondo, Toubab?
Pero iba a abalanzarse sobre mí y apenas tuve tiempo de pensar: ¿me morderá el dedo gordo del pie o preferirá el muslo?, ¿a dónde irás a acabar tus días, perrito?, pensé. Pero me equivoqué al no dar importancia a la fuerza de sus piernas y de su maldad, pues de un salto se me abalanzó a la cabeza, y me la mordió y arañó.

Tumba de obreros
Las mujeres cubren a escondidas los cuerpos de los obreros muertos, con ramas y palmas, para protegerlos del sol y de los buitres. De día, en la actividad de la obra, los camiones los aplastan, y de noche, las mujeres vuelven a poner más ramas. Al cabo de unos días y unas noches, se forman montículos de ramas y de piel mezcladas, que se funden cada vez más con la tierra.

Madre de Nouofia
Cuando le comunicaron la muerte de su hijo, la madre de Nouofia decidió, a pesar de las advertencias que le hicieron, arriesgarse a entrar a allí, para cubrir con ramas el cuerpo y protegerlo de los pájaros. Sin embargo, por precaución, se pintó la cara de blanco para que la muerte, que rondaba por allí, no la reconociera por lo que era.

Cal, sueño de un ingeniero insomne
Hay demasiadas noches, una cada veinticuatro horas, necesariamente; y son larguísimas, demasiado largas, con tantas cosas sin nombre moviéndose en ella, viviendo a sus anchas como nosotros de día, en nuestro elemento natural; a ellos, de noche, escondidos detrás de los árboles, por las paredes, escondidos bajo la hierba, en lo alto de las palmeras, y escondidos, las noches sin luna, detrás por a lo alto y bajo de nada de nada, con la noche les basta. Ahora bien, ¿quién sabe la cantidad y la estatura, la intención y la finalidad de lo que de noche se mueve o se está quieto, pero vive en su elemento natural? Es durante el día cuando hay que estar al acecho, perseguir, atrapar, matar, destripar, exterminar, convertir en polvo todo lo que se puede reconocer como una amenaza posible.

Desperdicio del dinero por parte de los antiguos colonos, según Horn
Los compañeros, los viejos, ésos sí que hacían con su dinero lo que les daba la gana, dios santo; ¡ellos sí sabían gastárselo! Me acuerdo de uno rechonchete, que quería comprar el piano del cabaré; y saca todo el dinero; pero como la puerta era demasiado pequeña y el piano no cabía, va y manda serrar el piano en dos, se lleva los trozos y los arroja todos al mar. O aquél que tenía una mujer que le ponía los cuernos y a la que encantaban los trapitos; va un día y le compra todos los vestidos de mujer fina al único vendedor que pasa por allí cada seis meses; hace una bola enorme con la ropa y le prende fuego en medio de la plaza; ¡hala, ahora vístete como puedas! También me acuerdo de otro que, cuatro meses al año, se emborrachaba y pagaba las borracheras al que quisiera, hasta que se cepillaba todo el dinero. Al final hasta se cepilló a sí mismo, porque ganaba demasiado. Así, sí sólo así vale la pena gastarse los cuartos.

Sobre los africanos, por Horn
Por cierto, ¿quién acabará quedándose con África: los rusos o los americanos?, nadie lo sabe, pero, ¿a quién le interesa? Seguro que a los africanos, claro. Y tienen toda la razón del mundo. Los africanos tienen la mente sana, el cráneo virgen, todo lo que a nosotros nos falta. Me explico: ¿qué les hace reír a ellos y qué a nosotros? Porque en mi opinión, lo que nos hace reír es lo que permite medir el grado de salud mental. Y, ¿qué es lo que se necesita en Europa para hacernos reír?: juegos de palabras, segundas intenciones, alusiones, cosas complicadísimas que ni yo mismo acabo de entender… Mientras que los africanos, sólo con que tres gotitas de lluvia les mojen la espalda, se mueren de risa; como si les hicieran cosquillas, si. Y si llueve fuerte, se destornillan, se mean de la risa y se tiran al suelo. A eso le llamo yo una mente lúcida, sana; virgen. En París, cuando llueve, ya ves… Por lo menos, he aprendido de ellos esos placeres. El mío es mirarlo por la mañana, en la orilla del río, mientras se lavan; cuando están enjabonados de pies a cabeza, blancos y llenos de pompas se tiran al agua, y cuando el agua les aclara, y les veo salir tan risueños a mí también se me escapa la risa y me da gusto; y me pregunto: ¿quién ganará y quién perderá África?, nadie lo sabe. Pero ellos no sufrirán nunca. Seguirán muriéndose de risa, ahí, en cuclillas, tomando el sol, esperando. Yo también he aprendido de ellos el placer de pasarme horas y horas sin hacer nada, sin pensar en nada, con la mirada perdida…

Tomado de: Combate de negro y de perros
Traducción: Sergi Belbel, Departamento de Dramaturgia, Centro Dramático Nacional, Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música, Ministerio de Cultura, Madrid, Artes Gráficas Luis Pérez, 1990.

Obra
Coco (théâtre)
Combat de nègre et de chiens (théâtre)
Dans la solitude de champs de coton (théâtre)
Des voix sourdes (théâtre)
L'héritage (théâtre)
La fuite à cheval, très loin dans la ville (roman)
La marche (théâtre)
La nuit juste avant les fôrets (théâtre)
La nuit pedue (film)
Le conte d'hiver de William Shakespeare (traducción)
Le retour au désert (théâtre)
Les amertumes (théâtre)
Procès ivre (théâtre)
Prologue (roman)
Quai ouest (théâtre)
Roberto Zucco (théâtre)
Sallinger (théâtre)
Tabataba (théâtre)
Une part de ma vie (entretiens)

1 comentario:

  1. Fidel Ernesto Daza Solano ha hecho un comentario sobre tu enlace en su muro...


    "Me parece buena la revista,me parecen buenos los textos,aunque pocas son las cosas que comparto con Sade,especialmente en cuantos a los niños.El hecho de quelos pueblos anteriores hayan aprobado esas monstruosidades,no da carta a nuestra civilización de practicarlas:hoy se castigan severamente esas perversidades,porque no otra cosa es lo que son.
    El monstruo Sade,cobarde en el fondo,y de acuerdo a la propia lógica de su discurso,debía emprenderla contra el cristianismo.
    Sade está bien muerto,Cristo está vivo.Y a Sade lo espera el Infierno que pintó Dante."

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