21 diciembre, 2009










Los homosexuales y la grandeza

Pretende D. H. Lawrence que “casi todo hombre que se aproxima a la grandeza tiende a la homosexualidad, más allá de que lo admita o no.” Esta intrépida aserción, amén de polémica, no puede por menos de generame algún extrañamiento por lo exótico que la propuesta entraña, en tanto me aboca a sospechar sodomía en las personas de Mahoma, Jesús de Nazaret, Dante, Quevedo, Cervantes, Marx, Kafka o Hitler entre cientos, acaso miles de grandes hombres; de ninguna manera me dispongo a refutarlo en estas líneas, resignándome con establecer que la grandeza de Lawrence, garantizada por esta “tendencia” que lo asimila a Capote, Genet, Wilde, Proust, Freud, Nerón, Julio César o Calígula, confunde sus apetencias fálicas con su propio talento, llegando a hacer de la inteligencia, la habilidad o, también, de la codicia y la intriga al servicio del poder, atributo exclusivo de los homosexuales, como que de ella misma (la grandeza de Lawrence), declara: “Yo creo que lo más cerca que estuve del amor perfecto fue con un joven minero cuando tenía cerca de 16 [años]”.

El marica, por lo que a mi tiempo respecta, no entraña ninguna singularidad, y antes creo percibir que la tendencia histórica conduce hacia una sociedad exclusivamente homosexual, atendiendo a su abundancia casi enojosa, y cada vez más hostigante por doquier. Así las cosas, el heterosexual, inexorablemente, deviene rara avis en un mundo homogéneamente homosexual, lo que, volviendo a la ecuación de Lawrence, nos reporta una civilización de seis mil millones de eminencias. (Decida el lector contemporáneo si es este el escenario).
La ciencia moderna y su monomaníaca tendencia a atribuir hasta nuestras ideas al genoma, establece que el marica “nace, no se hace”, y el fenotipo afeminado de mórbidas carnes y mujeriles ademanes condice con un genotipo predeterminado; acaso no le falte razón si está referido a los hermafroditas el aserto. Sólo que estos anormales son más bien escasos, pues la naturaleza prefiere caracterizarnos en rasgos y atributos distintamente masculinos o femeninos, y pues más del noventa por ciento de los homosexuales acusan un fenotipo viril. De modo que sólo cuando su mano me “toca” y “su rostro, sus labios” se acercan demasiado (vid. Kavafis Pregunto por la calidad ), entonces y sólo entonces, en muchos casos, sé que se me viene encima un marica.
Otra, afirma Montaigne, es la opinión de Aristóteles… “y más por costumbre que por tendencia natural, los machos se ayuntan con los machos” (Ensayos, C. XXIII). Aristóteles versus Genoma. Como es habitual en tendencias diametralmente encontradas, probablemente la verdad esté a medio camino: algunos nacen predispuestos, otros, por moda o imitación se hacen. Me retrotraigo a Suetonio. “…Curión, padre, le llama en un discurso ‘marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos’” (Julio César, LII); “Por calzado… algunas veces zueco de mujer… y algunas veces se vestía también como Venus” , y “Besaba en pleno teatro al payaso Mnester” (Calígula, LII y LV); “Hizo castrar a un joven llamado Esporo, y hasta intentó cambiarlo en mujer, lo adornó un día con velo nupcial, le constituyó una dote, y haciéndoselo llevar con toda la pompa del matrimonio y numeroso cortejo, lo trató como su esposa”, y “Después de haber prostituido casi todas las partes de su cuerpo, imaginó como supremo placer cubrirse con piel de fiera y lanzarse desde una jaula sobre los órganos sexuales de hombres y mujeres atados a postes; y cuando había satisfecho todos sus deseos, se entregaba, para terminar, a su liberto Doriforo, a quien servía de mujer, como Esporo le servía a él mismo” (Nerón, XXVIII y XXIX).
¿Qué? Que Julio César, Calígula y Nerón casaron inicialmente con mujeres, y se depravaron luego durante el ejercicio del poder. Marcador: Aristóteles 3, Genoma 0.
En el país tercermundista donde amo y me desgasto, hace carrera el criterio de una presunta superioridad homosexual en el terreno de la sensibilidad estética, según expresión de cierto librero en mi ciudad. Ignoro si Omar González leyó lo dicho de Lawrence pero, si no en el plano sexual, en esto se identifican. Y yo disiento. En mis noches de bohemia de otros días en la calle Caldas, he visto un travesti sacar de su media velada una navaja y rubricar con su firma el rostro de un hombre; lo mismo con cierta frecuencia encuentro noticias por el estilo en la prensa. Rústicamente confundidos delicadeza con amaneramiento. Estoy dispuesto a delegar en Lawrence y mi librero la promulgación de la “exquisita sensibilidad” de estas criaturas, que tiendo más bien a estimar la sensibilidad como un don con que inopinadamente premia la naturaleza y una esmerada afinación de la vida a ciertos espíritus, independientemente de si reciben o no por el culo. Y Cela me asista, que somos pocos cada vez en la causa.
En esta edición convido al lector a un selecto platillo de la narrativa latinoamericana, servido por el exquisito gusto de Pablo Palacio.
Pablo nació en la “ciudad hermosa”, la limpia y encantadora Ciudad de la Inmaculada Concepción de Loja, Ecuador, una fresca mañana de enero, el año 1906. Rechazado por su padre, asumió el apellido de su madre Angelina Palacio, a quien perdió prematuramente. Durante la niñez resbaló en un rápido, y la corriente lo trajo al borde de una caída de agua, hasta precipitarlo contra las rocas abajo, de que resultó con una hendidura en el cráneo y unas (tan famosas como el pobre) 77 cicatrices. Los gastos del tratamiento los últimos siete de sus cuarenta años de vida en una clínica siquiátrica los cubrió su esposa empleándose como enfermera en la misma. De unos veinte años a esta parte su patria está razonablemente orgullosa de este raro talento, vanguardia indiscutible de la literatura urbana en Latinoamérica. Pablo Arturo Palacio murió el 7 de enero de 1947, casi desdeñado por los administradores oficiales de la consagración del Tercer Mundo. Publicar algo suyo es ya rendirle un fervoroso homenaje, una celebración de su gloria, un ágape de la más exigente estética.
Stanislas Valois Aragon

Pablo Palacio
Un hombre muerto a puntapiés
“Anoche, a las doce y media aproximadamente, el Celador de Policía No. 451, que hacía el servicio de esa zona, encontró entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó ayuda a uno de los chauffeurs de la estación más cercana de autos y condujo al herido a la policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas.
“Esta mañana el señor Comisario de la 6a. ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrir nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso. Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho”.
No decía más la crónica roja del “Diario de la Tarde”.
Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder.
Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García.
Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que decidí al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula. Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el porqué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe qué de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. -Esto es esencial, muy esencial.
La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (Véase Aristóteles y Bacon).
El primero, la deducción, me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método, lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja.
La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido… (¿Cómo es? No recuerdo bien… ¿En fin quién es el que sabe de estas cosas?). Si he dicho bien, este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven.
Ya resuelto, encendida la pipa, y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer.
─ Bueno, ¿y cómo aplico este método maravilloso?, me pregunté.
¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años.
Desalentado, tomé el “Diario de la Tarde”, de fecha 13 de enero -no había apartado nunca de mi mesa el aciago Diario- y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio –¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!-
Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado.
Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de “Esta mañana, el señor Comisario de la 6ª….” fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: “Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso”. Y yo, por una fuerza secreta de intuición que usted no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes.
Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar qué clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era… No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras…
Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible con pruebas.
Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6ª. quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente:
─ Ah sí… El asunto ese de un tal Ramírez… Mire que ya nos habíamos desalentado… ¡Estaba tan oscura la cosa!... Pero tome asiento; por qué no se sienta, señor… Como usted tal vez sepa, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció… el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso… algún deudo… ¿Es usted pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame… mi más sincero…
─ No, señor ─dije yo indignado─. Ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más…
Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada!, ¿ah?! “Soy un hombre que se interesa por la justicia”. ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario! Para no cohibirle más, apresuréme:
─ Ha dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas…
El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin.
Y se portó muy culto:
─ Usted se interesa por el asunto. Llévelas, no más, caballero… Eso sí, con cargo de devolución─ me dijo, moviendo de arriba abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos.
Agradecí, infinitamente, guardándome las fotografías.
─ Y dígame usted, señor Comisario, ¿no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?
─ Una seña particular… un dato… No, no, pues era un hombre completamente vulgar. Así, más o menos de mi estatura ─el comisario era un poco alto─; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular… no… al menos que yo recuerde…
Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico eran preciosos documentos.
Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance.
Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra.
Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.
Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.
Esa protuberancia fiera de la frente; esa larga y extraña nariz que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda; esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello largo y alborotado.
Cogí un papel, tracé las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable…
¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que al ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.
Después… después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se les pegan a las efigies de los santos.
¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez!
Mas, ¿a qué viene esto? Yo trataba… trataba de saber por qué lo mataron…
Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de ninguna otra manera);
Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años;
Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.
Con estos preciosos datos, quedaba totalmente reconstruida su personalidad.
Sólo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenía que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo.
¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido en seguida en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna.
¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de vergonzoso tendrían estas confesiones?:
“Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla; me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado” o
“Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí” o
“Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos”.
Si algo de esto hubiera dicho, nadie extrañaría el suceso.
También era muy fácil declarar:
“Tuvimos una reyerta”.
Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero, su confesión habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores.
Nada, que lo que a mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos:
Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día doce de enero de este año.
Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aún extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos.
Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad teatro del suceso.
La noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquier oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.
Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso.
Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.
Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas…
Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente.
Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió.
─ ¡Pst! ¡Pst!
El muchacho se detuvo.
─ Hola, rico… ¿Qué haces por aquí a estas horas?
─ Me voy a mi casa… ¿Qué quiere?
─ Nada, nada… Pero no te vayas tan pronto, hermoso…
Y lo cogió del brazo.
El muchacho hizo un esfuerzo para separase.
─ ¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa.
Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:
─ ¡Papá! ¡Papá!
Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo.
Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.
─ ¿Qué quiere usted, so sucio?
Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.
Epaminondas, así debió llamarse el obrero, al ver en tierra a aquel pícaro, consideró que era muy poco castigo un puntapié, y le propinó dos más, espléndidos y maravillosos en el género, sobre la larga nariz que le provocaba como una salchicha.
¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!
¡Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!
¡Chaj!
con un gran espacio sabroso.
¡Chaj!
Y después: ¡cómo se encarnizaría Epaminondas, agitado por el instinto de perversidad que hace que los asesinos acribillen sus víctimas a puñaladas! ¡Ese instinto que presiona algunos dedos inocentes cada vez más, por puro juego, sobre los cuellos de los amigos hasta que queden amoratados y con los ojos encendidos!
¡Cómo batiría la suela del zapato de Epaminondas sobre la nariz de Octavio Ramírez!
¡Chaj!
¡Chaj! vertiginosamente,
¡Chaj!
en tanto que mil lucecitas, como agujas, cosían las tinieblas.