El Hipopótamo
Jubilado por la naturaleza y a falta de pantano a su medida, el hipopótamo se sumerge en el hastío. Potentado biológico, ya no tiene qué hacer junto al pájaro, la flor y la gacela. Se aburre enormemente y se queda dormido a la orilla de su charco, como un borracho junto a la copa vacía, envuelto en su capote colosal. Buey neumático, sueña que pace otra vez las praderas sumergidas en el remanso, o que sus toneladas flotan plácidas entre nenúfares. De vez en cuando se remueve y resopla, pero vuelve a caer en la catatonia de su estupor. Y si bosteza, las mandíbulas disformes añoran y devoran largas etapas de tiempo abolido. ¿Qué hacer con el hipopótamo, si ya sólo sirve como draga y aplanadora de los terrenos palustres, o como pisapapeles de la historia? Con esa masa de arcilla original dan ganas de modelar una nube de pájaros, un ejército de ratones que la distribuyan por el bosque, o dos o tres bestias medianas, domésticas y aceptables. Pero no. El hipopótamo es como es y así se reproduce: junto a la ternura hipnótica de la hembra reposa el bebé sonrosado y monstruoso. Finalmente, ya sólo nos queda hablar de la cola del hipopótamo, el detalle amable y casi risueño que se ofrece como único asidero posible. Del rabo corto, grueso y aplanado que cuelga como una aldaba, como el badajo de la gran campana material. Y que está historiado con finas crines laterales, borla suntuaria entre el doble cortinaje de las ancas redondas y majestuosas.
El Búho
Antes de devorarlas, el búho digiere mentalmente a sus presas. Nunca se hace cargo de una rata entera si no se ha formado un previo concepto de cada una de sus partes. La actualidad del manjar que palpita en sus garras va haciéndose pasado en la conciencia y preludia la operación analítica de un lento devenir intestinal. Estamos ante un caso de profunda asimilación reflexiva. Con la aguda penetración de sus garfios el búho aprehende directamente el objeto y desarrolla su peculiar teoría del conocimiento. La cosa en sí (roedor, reptil o volátil) se le entrega no sabemos cómo. Tal vez mediante el zarpazo invisible de una intuición momentánea; tal vez gracias a una lógica espera, ya que siempre nos imaginamos el búho como un sujeto inmóvil, introvertido y poco dado a las efusiones cinegéticas de persecusión y captura. ¿Quién puede asegurar que para las criaturas idóneas no hay laberintos de sombra, silogismos oscuros que van a dar en la nada tras la breve cláusula del pico? Comprender al búho equivale a aceptar esta premisa. Armonioso capitel de plumas labradas que apoya una metáfora griega; siniestro reloj de sombra que marca en el espíritu una hora de brujería medieval: esta es la imagen bifronte del ave que emprende el vuelo al atardecer y que es la mejor viñeta para los libros de filosofía occidental.
Juan José Arreola, Confabulario personal, Narradores de Hoy, Bruguera.
17 octubre, 2008
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Buen blog, viejo Leo. Aunque pretendiste ocultarte, dejaste cabos sueltos que posibilitaron te identificara.
ResponderEliminarMagnífica la selección de ambas entregas. Aguardo expectante la tercera.
Abrazos de este desocupado lector.